Fuentes del paraíso

Si no me espabilo, se me va a acabar el año y no habré cubierto ni la mitad de los premios Hugo, así que voy a ver si aprieto el ritmo y analizo al menos uno por semana.

En esta ocasión, después de haberme centrado últimamente en la New Wave (pura casualidad, ya que nunca me ha acabado de entusiasmar), y de haber reseñado en la anterior entrega de la Hugolatría™ (lo siento, pero me gusta el nombrecito) una obra de frontera (con la Edad de Oro),  voy a dirigir la atención hacia el otro extremo del período vital de este movimiento y hablar de la edición que ejemplificó su definitivo declive en favor de la siguiente gran etapa, el resurgimiento de la ciencia ficción hard neo-campbelliana que se dio a principios de los 80 (y que desembocó en la traca final del cyberpunk, pero ésa es otra historia).

El año es 1980, y los candidatos no pueden ser más eclécticos. «Titán«, de la estrella emergente John Varley (seguro que hablaré en algún momento de esta novela, así que me reservo la opinión), «Jem» del veterano Frederik Pohl (ganador dos años antes con la ya comentada «Pórtico«), la novela de fantasía de Patricia McKillip «Arpista en el viento» (aún era pronto para que las novelas de fantasía pura y dura triunfaran), una de las mejores novelas que produjo la new wave, «En alas de la canción«, de Thomas Disch, y la clase magistral de lo que es una obra hard de la vieja escuela, impartida por uno de sus profesores eméritos: «Fuentes del paraíso», de Arthur C. Clarke.

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Desde un punto de vista literario, la elección no merece siquiera consideración: Disch hubiera debido ganar de calle. Para hablar con propiedad de «En alas de la canción» tendría que releérmela y eso es una tarea que, como con toda la obra de Disch, no hay que tomarse a la ligera (fuertemente contraindicado en ciclos depresivos), así que me limitaré a recomendarla con la advertencia antedicha. Paradójicamente, aunque perdió frente a Clarke tanto en los Hugo como en los Nebula, sí que obtuvo el John W. Campbell.

En cuanto a imaginación desbordada (o sentido de la maravilla, vaya), bien podría haber triunfado «Titán«. Sólo que Varley era demasiado novatillo, y tampoco había que mimarlo demasiado, que con el (justificadísimo) galardón a mejor novela corta en 1979 por «La persistencia de la visión» ya tenía egocombustible para ir tirando unos añitos.

En vez de ello, los votantes se decidieron por encumbrar de nuevo a Clarke, un autor que desde sus orígenes había ido un poco a su bola, pasando de modas y ofreciendo el mismo producto, científicamente riguroso, intelectualmente desafiante y humanamente frío como el hielo (con la notable excepción de «El fin de la infancia«, en 1953). Y digo otra vez porque ya le habían premiado en 1974 por la novela hard por antonomasia, «Cita con Rama«, durante el breve renacimiento de la edad de oro en plena época New Wave (propiciado por las mejores novelas en la ilustre carrera de dos grandes maestros, como son Clarke y Asimov, premiado en 1973 por «Los propios dioses«). Una decisión un tanto cuestionable, porque, siendo sinceros, «Fuentes del paraíso» no pasa de ser un manual técnico de ingeniería con un poco de relleno exótico-seudotranscendental.

El caso es que el premio no constituyó tanto un reconocimiento a la obra como al cambio que se olfateaba en el ambiente. El péndulo había completado un ciclo y regresaba a sus orígenes. Atrás iban a quedar las exploraciones del mundo interior y de la técnica literaria de la New Wave y había que ir diciendo hola de nuevo al universo, sus maravillas y sus peligros. ¿Qué mejor símbolo de esta bienvenida que premiar a una novela que narraba la construcción del artefacto que abriría a la humanidad las puertas del espacio?

Por supuesto, la vida real no es tan limpia y clara como un análisis a posteriori pretende hacer ver. Un movimiento literario no se desvanece sin más, sino que deja una huella, un sustrato sobre el que se asienta todo desarrollo ulterior. La New Wave había abierto caminos y había puesto a disposición de los escritores de ciencia ficción una serie de herramientas y temas que se incorporarían al humus creativo. Además, el optimismo sin límites de la Edad de Oro estaba fuera del alcance de las generaciones nacidas bajo la amenaza constante de la guerra fría, y la inocencia perdida en Vietnam no iba a recuperarse sólo porque la ciencia volviera a ofrecer desafíos dignos de volver los ojos hacia las estrellas (el primer transbordador espacial, el Columbia, se terminó en 1979 y realizó su primer vuelo en 1981). Así pues, el nuevo paradigma hibridaría los ideales de la Edad de Oro con, hasta cierto punto, los personajes e inquietudes explorados durante los años setenta, para dar origen a un nuevo tipo de ciencia ficción dura, preocupada tanto por la tecnología como por el efecto que ésta tenía sobre la sociedad en su conjunto y el protagonista de turno en particular. De ahí la matización de neo-campbelliana: el mismo esquema, con nuevos ropajes y algo más de carne para recubrir los huesos de la especulación.

O así sería en adelante, porque por lo que respecta a «Fuentes del paraíso», salvo por los detalles tecnológicos, bien podría haber sido concebida y ejecutada veinte años antes. Ahí, sin duda, jugó el prestigio del autor. Si hay que dar un golpe en la mesa, mejor utilizar el mazo más gordo.

Pero bueno, controlemos las emociones, que tampoco quisiera dar a entender que esta novela de Clarke sea mala. Simplemente, se trata de una obra menor, tanto dentro de su producción como en el campo de la ciencia ficción en su conjunto.

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Al margen del desafío tecnológico, que describiré más adelante, el tema principal, como en gran parte de la producción de Sir Arthur, es el enfrentamiento entre razón y superstición o, lo que es lo mismo, entre ciencia y religión. También, como es habitual, el autor, claramente partidiario de la primera, utiliza argumentos en su mayor parte emocionales y desprovistos de toda lógica para decantar la balanza. Viene a ser un «porque sí y punto».  Quien busque filosofía, ya puede mirar para otro lado. Clarke, contrario al propio método científico, pasa directamente de hipótesis a conclusiones, saltándose el engorroso proceso de la demostración.

Tres son los frentes donde se desarrolla esta confrontación. El principal se personifica en las figuras de Vannevar Morgan, superingeniero cuyo sueño consiste en unir la Tierra con el firmamento a través del primer ascensor espacial, y Choam Goldberg, ex-matemático reconvertido a monje budista que se opone a los planes de Morgan por ubicar la terminal terrestre de su ascensor en la cima de una montaña sagrada en Taprobane (reflejo de Sri Lanka, el país a donde Clarke había emigrado en busca una climatología aceptable). El hacer ésta la única ubicación factible para el ascensor espacial ya constituye el primer apaño argumental de la obra, pero es que además el proyecto encuentra reflejo en el lejano pasado, cuando un rey, Kalidasa, ya intentó alcanzar los cielos haciendo cincelar en las vertientes de una montaña cercana una titánica escalera (adornada con frescos y un complejísimo sistema de fuentes). Ya entonces, los monjes budistas se opusieron a esta obra y al tirano, cuyo propósito último era alcanzar él mismo la divinidad. El hombre de ciencia actual, por tanto, se alza frente a dos contraejemplos. Por un lado, el déspota que buscó lo que él, aunque por motivos egoístas e intentando aprovechar en su beneficio el impulso religioso, y por otro la testaruda oposición en el presente del monje «traidor» a la ciencia que, en nombre de la fe, pone trabas al progreso y al bienestar general.

Mientras que en el pasado la oposición de los monjes ante el tirano se puede considerar positiva, en la época de la novela es negativa. La tesis está clara: la religión está obsoleta. Y para reforzar esta idea, Choam Goldberg acaba siendo víctima de sus propios esfuerzos por oponerse al proyecto (irónicamente, su intento de hacer mal uso de la ciencia con el propósito de negar el progreso se vuelve contra él, obligándole, por una cuestión de fe, a ceder el terreno a su competidor).

Y por si no hubiera quedado bien clara, Clarke añade la tercera subtrama, la del Velero Estelar, una sonda robot alienígena que cruza el Sistema Solar, sacudiendo con sus mensajes los cimientos de la cultura terrestre. En particular, «demuestra» la no existencia de Dios rebatiendo los postulados lógicos de Santo Tomás de Aquino (las novelas de Clarke a menudo incluyen un párrafo por el estilo, donde alguien anuncia que se ha demostrado científicamente la inexistencia de Dios… dejando como una cuestión de fe el dar valor a dicho postulado que no se apoya en prueba alguna). A parte de esta inconsistencia lógica, toda la subtrama queda un poco como un pegote en medio de la novela, sin terminar de encajar con el resto, al añadir posibilidades que no desarrolla (es imposible abarcar tanto en tan pocas páginas).

Pese a esta inconsistencia de base, la parte técnica de la novela, todo lo que se refiere a la planificación y ejecución del proyecto del ascensor espacial, resulta fascinante, y el estilo simple y directo de Clarke, que tan pobre resulta para tratar temas filosóficos, se muestra como perfecto para transmitir conocimientos especializados.

La idea de partida la propuso el pionero ruso de la astronáutica Konstantin Tsiolkovsky, al imaginarse durante una visita a París en 1895 una torre Eiffel titánica que se elevaría hasta alcanzar el espacio, donde se erigiría un «castillo celestial». El concepto no avanzó mucho en más de medio siglo, pues las fuerzas compresivas de una edificación tal superarían en mucho la capacidad de resistencia de cualquier material conocido (aunque el propio Clarke imaginaría en «3001: Odisea final» un anillo de ascensores orbitales compresivos construidos con diamante procedente de la explosión del núcleo de Júpiter). En 1959, otro ruso, Yuri S. Artsutanov propuso un modelo según el cual dos filamentos se extenderían desde la órbita geosincrónica (popularizada por Clarke en un artículo de 1945), de forma que el centro de gravedad de la estructura permanecería fijo a aproximadamente 36.000 kilómetros de altura y, por tanto, en la vertical exacta de la base en todo momento (para ello, el cable distal podría enlazar con un contrapeso para poder hacerlo mucho más corto). Las fuerzas implicadas ya no son compresivas, sino distensivas, ya que el cable debería resistir su propio peso. Pese a ello, seguían siendo muy superiores a lo soportable por ningún material conocido.

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El concepto fue redescubierto por un grupo de científicos norteamericanos en 1966 (lo llamaron Sky-hook y publicaron sus resultados en Science), y de nuevo en 1975 por Jerome Pearson, que publicó su análisis en Acta Astronautica. Ahí, posiblemente se inspiraron tanto Arthur C. Clarke como Charles Sheffield para escribir sendas novelas que se editaron en 1979, «Fuentes del paraíso» y «La telaraña entre los mundos«. Simultaneidad no extenta de polémica, pues aunque fue Clarke el que sacó antes su novela (los plazos editoriales se acortan una burrada cuando tienes cierto nombre) y se llevó todos los parabienes, lo cierto es que Sheffield había sido el primero en terminar la suya y, de hecho, se la había dado a leer a Clarke al enterarse que éste estaba trabajando en un proyecto similar.

Tres años después ya se puede afirmar que el concepto había entrado a formar parte del sustrato de la ciencia ficción, con la inclusión de un sistema de ascensores espaciales como elemento de ambientación en la obra «Viernes» de Robert A. Heinlein. Desde entonces, son lugar común en muchos escenarios anticipativos, desempeñando incluso papeles importantes, como en la trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson o la saga del Centro Galáctico de Gregory Benford (quien incluso cometió el sacrilegio de meterlos a empeñones en el universo de la Fundación de Asimov con el primer y patético volumen de la nueva trilogía).

Cabe resaltar que «Fuentes del paraíso» está escrita desde el punto de vista de un ingeniero, y los desafíos técnicos del proyecto superan con mucho en interés al descafeinado (y desequilibrado) choque entre Morgan y Goldberg. Factores como la fuerza del viento, el peligro de la chatarra espacial, el aprovechamiento energético, la posibilidad de construir estructuras similares en Marte… constituyen verdaderos hitos en la narración, siendo el motor que hace avanzar la trama hasta el desesperado rescate que Vannevar Morgan tiene que poner en marcha para evitar la muerte de unos obreros inmovilizados a medio camino entre la tierra y el cielo.

Acorde con lo ambivalente de su apreciación entre los aficionados, se trata de una novela que ha contado con un historia editorial sorprendentemente limitada en España (teniendo en cuenta que es de Clarke, un autor presente en multitud de colecciones, y doble ganadora del Hugo y el Nebula). En 1980 la lanzó Emecé, en 1981 Ultramar (en formato grande) y en 1983 apareció en bolsillo en Bruguera y Ultramar (con una reedición en 1989). Desde hace veinte años, nada de nada, a pesar de haber envejecido bastante bien. En todo caso, mejor suerte ha corrido que «La telaraña entre los mundos», que sólo ha sido publicada una vez, en 1989 en Nova (a ver si hay suerte y la reeditan en bolsillo) <EDITADO> Fue reeditada con posterioridad a la escritura de esta reseña a través de Grupo Editorial AJEC, edición en la que se base mi reseña de la misma>.

También me ha causado sorpresa constatar la casi total ausencia de reseñas en castellano. Está bien eso de centrarnos en las novedades, pero de vez en cuando conviene mirar a los clásicos. Lo único que he encontrado ha sido una pequeña…

Otras opiniones:

Otros libros del mismo autor reseñados en Rescepto:

~ por Sergio en abril 19, 2009.

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