No, Mary Shelley no inventó la ciencia ficción

Una de las ideas más prevalentes de un tiempo a esta parte es que Mary Wollstonecraft Shelley fue la inventora de todo un nuevo género, la ciencia ficción. Es un concepto atractivo. Por un lado, entronca con el zeitgeist reivindicativo de visibilizar las aportaciones históricas femeninas a los diversos campos del conocimiento, la política y las artes. Por otro, constituye una figura familiar incluso para quienes no están muy metidos en el género fantástico o incluso en la literatura misma. Quien más, quien menos, todo el mundo conoce «Frankenstein» (generalmente, más a través de sus adaptaciones cinematográficas que por haber leído la novela de 1818). Por ello, afirmar que «Mary Shelley, la creadora de Frankenstein, es la madre de la ciencia ficción» constituye una declaración tan atractiva como poderosa… aunque quizás no tan incontrovertible como podría pensarse dada la aparente unanimidad que existe al respecto.

MaryShelley

Ante todo, quisiera rastrear de dónde parte esta aseveración, y resulta que es una cuestión bastante fácil de dilucidar, porque por una vez el origen de la candidatura de Shelley como inventora de la ciencia ficción (o al menos el gran impulsor de la tesis) es claro e inequívoco. Todo parte de un libro de ensayo de 1973 de Brian Aldiss, «Billion year spree. The true story of science fiction» (ganador de un BSFA especial y del premio Hugo de libro de no ficción por su segunda edición ampliada, de 1987, cofirmada por David Wingrove y retitulada «Trillion year spree«). ¿Y cuál es la definición de «ciencia ficción» que maneja Aldiss. Él mismo lo expone del siguiente modo:

La ciencia ficción es la búsqueda de una definición para el hombre («humanidad» en la segunda edición) y su lugar en el universo, que sea consistente con nuestro avanzado si bien difuso nivel de conocimientos (la ciencia) y que sigue de forma característica el molde gótico o post-gótico. 

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A esto añade:

La ciencia ficción se engendró a partir del género gótico. Apenas es independiente de él hoy en día y la distancia entre ambos no es grande. El gótico ponía su énfasis en lo distante y lo sobrenatural, al tiempo que introducía por vez primera el suspense en la literatura. […] Los paisajes melancólicos del gótico, los castillos solitarios, las viejas ciudades lúgubres y los personajes misteriosos aún pueden transportarnos a un mundo cautivador desde el que empezar a extraer revelaciones espantosas.

Los escritores de ciencia ficción han elevado el concepto de revelación espantosa a la categoría de bella arte, mientras que lo distante y lo sobrenatural constituyen a menudo parte del mismo paquete. Los planetas extraños resultan ubicaciones ideales para paisajes melancólicos, castillos solitarios, ciudades lúgubres y alienígenas misteriosos.

Como se puede ver, el señalamiento de Mary Shelley como madre de la ciencia ficción surge de una definición tan específica como parcial, hasta el punto de que casi estoy tentado de calificarla de ad hoc. Por añadidura, nada en la primera parte de la definición implica necesariamente que deba derivarse del gótico y esa cuestión en concreto podría tener más que ver con uno de los sesgos de «Billion year spree«, que es cierta miopía hacia cualquier manifestación literaria ajena al mundo anglosajón (empezando por el gótico alemán).

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Aldiss sustenta además su tesis en la supuesta existencia de una tradición literaria continuada desde «Frankenstein» hasta nuestros días (con paso obligatorio por el romance científico wellsiano) y esto es también debatible (una novela que sí constituye una evidente heredera directa de las novelas de Shelley (no solo «Frankenstein», sino también «El último hombre», de 1926) es posiblemente «The mummy!: a tale of the twenty-second century«, de Jane C. Loudon, pero tras ella se registra un amplio hueco hasta que la ciencia ficción británica empieza a cobrar forma en las décadas finales del siglo XIX… según el molde no tanto de la literatura gótica inglesa como de la novela anticipativa francesa (hasta el punto que esas obras pronto reciben el nombre de romances científicos, por llegar originalmente escritos en una lengua romance). 

Incluso prescindiendo de este hueco en la supuesta tradición (que no se produce si nos atenemos a la literatura de terror), nos quedaría la cuestión de qué hacer con las obras anteriores a 1818 que presentan las mismas o incluso mejores credenciales que «Frankenstein» para ser consideradas de ciencia ficción. La respuesta tradicional consiste en trazar una línea divisoria arbitraria y declarar todo lo anterior proto-ciencia ficción (sin que se explique nunca muy bien cuál es la cualidad que le permite a una obra pasar de «proto» a  genérica de pleno derecho).

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Aldiss, en su libro, recoge específicamente bajo ese epígrafe los viajes extraordinarios escritos con intencionalidad utópica o satírica. Esto incluye, por supuesto, la «Historia verdadera» de Apuleyo (siglo II), pero también obras como «Historia cómica de los imperios y estados de la Luna» (Cyrano de Bergerac, 1657) y del Sol (1662) o «Los viajes de Gulliver» (Jonathan Swift, 1726) (entre muchos otros, como «Viaje al mundo subterráneo«, de Ludvig Holberg, 1741). En los casos más modernos es un criterio debatible. En cualquier caso, para lo que no existe igual excusa es para descartar obras como «Memoirs of the twentieth century» de Samuel Madden (1731), las utopías feministas «Voyage de Milord Céton dans les sept planètes» (Marie-Anne Robert , 1765) y «El mundo resplandeciente» (Margaret Cavendish, 1666) o la historia futura representada en «L’an 2440» de Louis-Sébastien Mercier (1771).

En muchos de estos casos (si no en todos) la ciencia sobre la que se sustentan ha quedado no solo obsoleta, sino a menudo probada incorrecta. Lo cual no es óbice para reconocer el intento por aplicar esa nueva filosofía natural como herramienta fabuladora. No son historias, regiones o aventuras dejadas por completo al albur de la imaginación, sino que es la lógica proyección de los conocimientos contemporáneos, utilizando como herramienta (filosófica) el método científico, lo que hace de estas obras, en mi opinión, auténtica ciencia ficción (sin el «proto»).

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Lo que es más, durante el siglo XIX es esa tradición, más que la gótica, la que da lugar a títulos como «Le roman de l’avenir» (Émile Souvestre, 1834), «Napoleón apócrifo: Historia de la conquista del mundo y de la monarquía universal (1812-1832)» (Louis Geoffroy, 1836), «El mundo tal y como será» (Émile Souvestre, 1846) y de regreso a Inglaterra «By and by: an historical romance of the future» (Edward Maitland, 1873) o «Annals of the twenty-ninth century» (Andrew Blair, 1874); al tiempo que los viajes extraordinarios comenzaban a buscar, agotada la Tierra, escenarios etéricos más propicios para pintar sus reflejos satíricos o utópicos de la humanidad, como en «Los libros starianos» (C. I. Defontenay, 1854), «La pluralidad de los mundos habitados» (Camille Flammarion, 1862), «Across the zodiac» (Percy Greg, 1880) o «A journey in other worlds» (John Jacob Astor IV, 1894).

Se trata de dos corrientes que, con su lógica evolución, se han mantenido bien vivas hasta nuestros días, transformándose la primera de ellas en los géneros hermanos de la utopía y la distopía (a partir, sobre todo, de las últimas décadas del siglo XIX, aunque por supuesto hay ejemplos anteriores) e inspirando las populares Historias del Futuro, mientras que los viajes extraordinarios condujeron por un lado a la ciencia ficción más tecnológica (bajo el tutelaje de Verne) y evolucionaron a principios del siglo XX hacia la space opera moderna (a bordo de «La Alondra del espacio«, de E. E. Doc Smith).

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Todo lo cual no quiere decir que la vertiente más gótica constituyera ni mucho menos un ramal muerto. En esa misma tradición (de la que se nutre, en realidad, toda la literatura fantástica), décadas después de Shelley encontramos títulos como «El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde» (Robert Louis Stevenson, 1886), «El gran dios Pan» (Arthur Machen, 1894; más inclinado hacia lo esotérico y el terror, aunque con una evidente orientación [pseudo]cientifista), «La isla del doctor Moreau» y «El hombre invisible» (H. G. Wells, 1896 y 1897) o «Juan Raro» (Olaf Stapledon, 1935), todos ellos, en sus respectivas épocas, antecesores de la New Wave británica… corriente en la que no tan casualmente militaba Brian Aldiss, que bien podía considerarse en este sentido heredero espiritual de Mary Shelley (obviando, eso sí, el resto de corrientes tributarias que habían confluido en el gran curso principal de la ciencia ficción del que se nutría).

Con todo esto no pretendo en modo alguno negarle a Mary Shelley su carácter pionero, aunque sí matizar un tanto su importancia desde el punto de vista del desarrollo de la ciencia ficción. «Frankenstein, o el moderno Prometeo» es una obra maestra de la literatura universal y, efectivamente, presenta elementos característicos de la ciencia ficción (aunque quizás menos, o mejor dicho, distintos, de lo que las adaptaciones cinematográficas hacen creer). Lo que no resulta en modo alguno evidente es su influencia directa no ya en el género en su conjunto (como ya he desarrollado), sino incluso dentro de la misma corriente filosófica anteriormente delineada, por carecer de eslabones intermedios que la conecten inequívocamente con las obras tardovictorianas (por no hablar de que el gótico, como fenómeno europeo, inspiró en otras tradiciones literarias sus propios títulos de ciencia ficción temprana, término que prefiero al de «protocienciaficción», sin pasar necesariamente por los románticos ingleses, como podría ser «El castillo de los Cárpatos», de Jules Verne, en 1892). De «El último hombre» (1826), la otra novela de Shelley con temática (aún más evidente) de ciencia ficción, no cabe casi ni hablar, pues tras su publicación original permaneció prácticamente olvidada hasta que en 1965 un interés renacido en la autora propició su recuperación.

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Delinear todas las corrientes confluyentes en el desarrollo de la ciencia ficción moderna a finales del siglo XIX se escapa por completo al alcance de esta entrada (cabría hablar, por ejemplo, del hoy casi extinto fenómeno de las historias de Guerra Futura, iniciado con la anónima «Reign of George VI, 1900-25«, de 1763, y popularizado con posterioridad a través de «The air battle: A vision of the future» de Hermann Lang, 1859, y, sobre todo, por George Chesney en 1871 con «La batalla de Dorking. Recuerdos de un voluntario», hasta desaparecer a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial). Basten los ejemplos esbozados para ejemplificar que la historia de la ciencia ficción, lejos de constituir una tradición clara, lineal e inequívoca (al menos hasta la consolidación de los géneros modernos a principios del siglo XX), nos dibuja un paisaje laberíntico, con múltiples tradiciones que se entrecruzan y retroalimentan entre sí, en medio del cual destacan, eso sí, una serie de hitos significativos… como bien podría ser por su relevancia artística y cultural el Frankenstein de Mary Shelley.

Descartado pues el argumento de la tradición directa, quedaría la cualidad prototípica (a la que, de hecho, alude la distinción de «inventora» de la ciencia ficción que a menudo se le otorga), algo que ya he refutado indirectamente a través de los numerosos ejemplos de obras del siglo XVIII aquí expuestas (que no son sino una pequeña muestra de todas las existentes). Bien es cierto que, por lo que respecta a la novela, no era un formato extraordinariamente popular (en el doble sentido de su prevalencia y su implantación entre las clases sociales más modestas) con anterioridad al siglo XIX (o finales del XVIII), lo que sin duda afecta a su abundancia (algo extensible a todas las manifestaciones literarias), pero no es menos cierto que haber obras con al menos tantos avales para ser consideradas de ciencia ficción como «Frankenstein», haylas; y si ampliamos el foco a la novela corta o el relato, la cuestión se torna ya irrefutable.

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Cabría pues determinar cuál podría ser la primera obra de ciencia ficción (y cuándo fue publicada), y en esta cuestión volvemos al problema de la definición (que ya abordé hace un tiempo en este mismo blog). Dependiendo de cómo definamos «ciencia ficción», podríamos mover adelante o atrás la fecha de su nacimiento décadas o incluso siglos. Mi definición, en base a la cual propongo mi punto de origen, es la siguiente: «Lo que conocemos como ciencia ficción sería la literatura que se hace posible desde el momento en que cristaliza y empieza a extenderse el pensamiento científico; siendo posible, por tanto, proyectar cambios hacia el futuro, apoyados en un sistema lógico universal y replicable» (por ejemplo, en el cuento «Micromegas«, publicado por Voltaire en 1752, una reflexión sobre las capacidades mismas de la filosofía natural, como se conocía por entonces la ciencia). Esto nos data la más temprana aparición posible de la ciencia ficción (en Europa) a principios del siglo XVII (hay pensamiento científico anterior en el mundo islámico, específicamente, Alhacén en el siglo XI podría considerarse el padre del método científico; lo que no me consta es la existencia de ficción apoyada en esta filosofía, aparte de algunos cuentos de datación y adscripción inciertas incluidos en ciertas recopilaciones de «Las mil y una noches»).

Los ejemplos de posible ciencia ficción tan tempranos no son, lógicamente, muy abundantes. Las ideas científicas eran coto más o menos privado de filósofos y su expansión hacia un público más general fue lento (empezando por las clases altas y llegando a las trabajadoras solo con el avance de la revolución industrial, sobre todo a partir de la migración masiva a la ciudades de principios del siglo XIX, e incluso en este caso por detrás de géneros más populares como el histórico, el romántico, la intriga o el terror… todos ellos en mayor o menor medida herederos del gótico). Remontándonos, sin embargo a los inicios, personalmente tengo dos candidatos a primera obra de ciencia ficción (lo que haría a sus autores los «inventores» del género… si no fuera porque posiblemente fue «inventado» una y otra vez por distintos autores en distintos momentos).

somnium

Todo depende de cómo datemos las obras, porque ambas acabaron siendo publicadas de forma póstuma, años después de su escritura (así de innovadoras eran, que sus autores no se atrevieron a difundirlas en vida). La primer en ser impresa fue «La Nueva Atlántida«, de Francis Bacon, publicada en 1626, tras haber sido escrita en torno a 1623. Sin embargo, aunque no fue sino hasta 1634 que por fin vio la luz a la muerte de su autor, la primera obra de ciencia ficción en ser escrita fue posiblemente «Somnium» («El sueño o astronomía de la Luna») de Johannes Kepler, redactada originalmente en 1608. Ambos son textos relativamente cortos («La Nueva Atlántida» una novela corta posiblemente truncada, «Somnium», en su parte de ficción especulativa, poco más que un cuento), pero tampoco tenemos que avanzar mucho para encontrar la que podría ser la primera novela: «El hombre en la Luna«, de Francis Godwin (1638). Por supuesto, todas ellas presentan elementos que difícilmente serían considerados hoy en día como de ciencia ficción (como métodos… heterodoxos para llegar a la Luna). A sus respectivas críticas me refiero para un análisis más extenso sobre sus méritos y sobre mis razones para clasificarlas como tales.

Con ánimo de cerrar esta larga perorata, quisiera regresar a Mary Shelley para recalcar que si bien no creo que cumpla los requisitos necesarios para reclamar el título de Inventora de la Ciencia Ficción que le otorgó por intereses particulares un autor británico a principios de los años setenta, he de hacer notar que ni falta que le hace. «Frankenstein o el moderno Prometeo» es una obra excepcional, que partiendo del molde de la novela gótica y en el seno del movimiento romántico trasciende a ambos, alcanzando el estatus de obra universal y constituyendo, eso sí, uno de los grandes hitos de la ciencia ficción temprana (entre otros méritos que podrían adjudicársele).

frankenstein

No entraré en detalles o análisis concretos (me los reservo para una reseña específica que tal vez escriba algún día). Tan solo señalaré cómo la novela desafía el pensamiento religioso, realizando una crítica ética a la noción de una deidad creadora que abandona a su criatura, al tiempo que arrebata ese fuego generador de las manos de los dioses y lo deposita en las (indignas) manos de un mero profesor de fisiología (es decir, un científico). Sin duda, ese es el material del que está hecha la ciencia ficción.

~ por Sergio en diciembre 12, 2022.

4 respuestas to “No, Mary Shelley no inventó la ciencia ficción”

  1. Buscar progenitores a la ciencia-ficción es una tarea ociosa. Lo más preciso que sabemos es el cura que bautizó a la criatura: Hugo Gernsback, y ya.
    Eso si, resulta curioso y hasta divertido seguir el rastro histórico previo a la consolidación del género, lleno de rarezas y «cisnes negros». Incluso yéndonos muy atrás con parámetros relativamente actuales.
    El mito de Talos no tiene que ser necesariamente producto de la imaginación calenturienta de algún griego aburrido: el mecanismo de Anticitera, además de otros muchos indicios literarios, demuestra que en la Grecia clásica se tenía un dominio bastante notable de la mecánica de precisión (para la época), así que resulta plausible que el griego aburrido lo que hizo fue, sencillamente, imaginar esos mecanismos moviendo seres artificiales, ergo, ¡ciencia-ficción!
    De lo que no cabe duda es que la tecnología del mecanismo de Anticitera es producto de una larga evolución que el óxido ha destruido, y no es imposible que el abuelo aburrido de nuestro griego imaginara esos primitivos mecanismos moviendo autómatas más primitivos aún.

    • Buscar progenitores tal vez sí, pero acotarla debería constituir la primera labor de cualquiera que aspire a estudiarla. El gran problema, por supuesto, consiste en definir primero qué es ciencia ficción (o incluso qué es la ciencia). Desde luego, el mundo griego quedó terriblemente cerca de desarrollar una ciencia equiparable a la del mundo moderno y en muchos casos obtuvo logros que no se replicarían hasta siglos después (y, como comento en el artículo, en la cultura árabe existieron precursores del método científico tan temprano como en el siglo XI).

      Mi propuesta de acotación, sin embargo, parte de la premisa de que es necesario el andamiaje filosófico que proporciona el método científico para poder transmutar esos conocimientos en especulación y, por ende, crear un nuevo tipo de ficción. En otras palabras, más que fijarme en los elementos (robots, científicos, viajes extraordinarios…), me centro en la existencia de unas reglas de trasformación que permitan al escritor (y luego a los lectores) pasar de la R (Realidad) a la P (Proyección), por un camino unívoco y replicable… y pienso que esto solo fue posible (y no para todo el mundo) a partir de la difusion de las ideas de Francis Bacon y René Descartes (aunque, por supuesto, luego llevó siglos refinar el método y desarrollar en paralelo este tipo particular de literatura asociada).

  2. Un artículo muy interesante. Coincido con que la imagen científica de Frankenstein se ha visto potenciada por las adaptaciones posteriores, en particular por toda la parafernalia que se ha añadido en torno a la electricidad, como el uso de rayo para (re)activar la vida. Para mí siempre ha sido más una novela filosófica que científica y, personalmente, creo que para Shelley el aspecto científico era más estético que determinante (como probaría el que la criatura tuviera un tamaño superior a un humano (?)).

    Sin embargo, estoy muy de acuerdo en que hay aspectos de filosofía natural que justifican su inclusión dentro del género, sea como antecedente, sea como obra emparentada o como obra de ciencia ficción propiamente dicha. Supongo que todo depende de cómo decidamos acotar el terreno, lo que no es una cuestión baladí (y sí interesante, en eso coincido contigo).

    También coincido en que hay obras anteriores que por su enfoque y la intencionalidad del autor podrían reclamar el título de pilar fundacional del género con más méritos, pero supongo que en estos temas influyen más cuestiones sociopolíticas y antropológicas.

    Me ha picado la curiosidad con lo de los cuentos de «Las mil y una noches» que podrían considerarse de ciencia ficción. ¿Cuáles serían?

    • Con respecto a «Frankenstein», personalmente creo que su inclusión (muy merecida) en el género de la ciencia ficción se debería a su exploración temprana de un tema que cada vez es más prevalente, el de la inteligencia artificial (y la responsabilidad moral del creador con respecto a su obra). Eso sí, cabe aclarar que es algo accidental, porque a Shelley lo que le interesaba era abordar filosóficamente la relación entre Dios y el hombre, otorgándole a este último capacidades divinas.

      En cuanto a las «Mil y una noches», me temo que es una cuestión que aún tengo que estudiar de primera mano, pero por referencias se mencionan a menudo cuentos como el de «La ciudad de latón» (antiguas ruinas de avanzadas civilizaciones pretéritas, autómatas y otras maravillas más tecnológicas que mágicas) o «El caballo de ébano» (en la que el susodicho es un caballo mecánico, que se maneja mediante llaves y es capaz de volar).

      Otros cuentos, al parecer, tratan sobre utopías submarinas, fenómenos magnéticos e incluso viajes interplanetarios (aunque ignoro si hay ahí algo de astronomía, que sabiendo lo diestros que eran los árabes en esa disciplina no sería de extrañar, o simplemente cabría interpretarlo como un viaje maravilloso exagerado en la línea de Luciano de Samósata).

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