The skylark of space
Pocas novelas han tenido un mayor impacto en la historia de la ciencia ficción que el debut de Edward Elmer Smith en los números de agosto a octubre de Amazing Stories. Años después, Isaac Asimov lo describió como la primera nova del género (obviando toda la aportación europea previa); una explosión que marcó el camino a seguir e inauguró verdaderamente la Era del Pulp (o, más bien, concluyó con el período de experimentación, definición y consolidación, y marcó el inicio de la ciencia ficción moderna).
La obra en cuestión fue «The skylark of space», una obra escrita entre 1915 y 1921, cuando su autor se encontraba realizando su doctorado en ingeniería química, y que por lo avanzado de su planteamiento no encontró editor durante siete años. En aquel entonces el mercado de las revistas pulp no estaba especializado. Sí, había autores que publicaban obras que podemos reconocer como de ciencia ficción (algunos de los primeros cuentos de Jack London, todavía en las postrimerías del siglo XIX, por ejemplo), y los romances científicos europeos (sobre todo Wells, y en mucha menor medida Verne) acababan encontrando su camino hasta las revistas juveniles y de aventuras, pero faltaba un núcleo en torno al cual amalgamar todos esos esfuerzos (algo parecido a lo que Weird Tales había conseguido para la fantasía heroica y la fantasía oscura). Entonces, en abril de 1926, Hugo Gernsback lanzó Amazing Stories.
Gernsback ya había mostrado su interés en la ciencia y en la ficción científica con la edición de The Electrical Experimenter (también conocida a lo largo de su existencia como Modern Electrics y Science and Invention), una publicación que era a un tiempo catálogo y medio de difusión de artículos científicos, y donde ocasionalmente incluía relatos en los que la ciencia se llevaba un paso más allá de lo conocido (incluyendo su propia novela «Ralph 124C 41+»). Con Amazing Stories, sin embargo, lanzó al mercado la primera revista dedicada única y exclusivamente a la ciencia ficción, y pese a los problemas que arrastró durante su dirección (baja calidad de los contenidos, pagos tardíos y escasos a los autores, progresiva juvenilización y abandono de los planteamientos más científicos…), la revista se convirtió, gracias a su sección de cartas al editor, en la semilla del fándom estadounidense.
El caso, y volviendo a «The skylark of space», es que un ejemplar de Amazing Stories llegó hacia finales de 1927 a manos de E. E. Smith, que ya se había gastado una buena suma en acumular cartas de rechazo. La primera entrega se publicó en el mítico número de agosto de 1928 (que también incluía el inicio de «Armageddon 2419 A.D.«, la presentación en sociedad del personaje que acabaría transformándose en Buck Rogers), y tal fue la recepción que antes de publicarse la segunda, Gernsback ya había solicitado una secuela.
Lo cierto es que «The skylark of space» tampoco fue tan, tan innovadora. Cuando pase a detallar la sinopsis, veréis que en esencia no es sino una nueva versión de la típica historia de exploración espacial que andaba circulando al menos desde 1880, con «Across the zodiac«, de Percy Greg (por no hablar de «A journey in other worlds«, de John Jacob Astor IV en 1894, o «Edison’s conquest of Mars«, de Garrett P. Serviss en 1898). Eso sí, donde aquellas muestras tempranas se perciben un poco encorsetadas, la novela de E. E. Smith (y, nominalmente, Lee Hawkins Garby, pero ya llegaré a eso) es puro entretenimiento, poseyendo sobre todo un ingrediente esencial que a aquéllas les falta: un villano.
Ah, bueno, también cabe otorgarle otra distinción: narra el primer viaje interestelar de una astronave de fabricación humana (en 1872, «Lumen«, de Camille Flammarion, ya describió un viaje interestelar astral).
La historia arranca con el descubrimiento fortuito por parte del químico Dick Seaton de un elemento nuevo en una muestra de platino, que combinado con cobre, libera catalíticamente en éste una fuerza intranuclear inespecífica pero poderosísima. Renunciando a su posición gubernamental, Seaton se asocia con su amigo multimillonario Martin Crane para explotar las propiedades de su descubrimiento, entre las que se cuenta la capacidad de vincular cualquier masa con cualquier otra, a cualquier distancia y con una fuerza proporcional a la energía suministrada (un rayo tractor, vamos, pero imaginado como método principal de propulsión). Sus tejemanejes, sin embargo, no pasan desapercibidos a otro científico, Marc DuQuesne, un personaje tan brillante como maquiavélico, sólo inferior a Seaton en genio científico, que busca a su vez la ayuda de un magnate del acero para robar el secreto del elemento X y aprovecharlo en beneficio propio.
La primera parte la ocupa, ante todo, una trama espionaje y contraespionaje, con los más básicos elementos de ciencia ficción (incluyendo teléfonos móviles que se autodestruyen cuando así lo desea quien los entrega). Quedan puestos de manifiesto los rasgos distintivos de los protagonistas, con un Dick Seaton que no sólo es un genio de la química, sino que además es alto, guapo, atlético… todo un hombretón de acción. DuQuesne, por su parte, no puede ser más retorcido. Inteligente, eso sí, pero con una malevolencia de opereta, que no se detiene ante nada.
Una vez robados los planos de la astronave que están construyendo Seaton y Crane y una pequeña reserva de elemento X, se le ocurre raptar a la prometida del científico, Dorothy, para chantajearlos y obtener el monopolio absoluto de la nueva tecnología. El tiro le sale un poco por la culata, pues un accidente lanza su astronave sin control hacia el espacio. Por suerte, sus planes para sabotear le vehículo rival han sido descubiertos, y en vez de contar con un artefacto defectuoso, los héroes se encuentran en posesión de la Skylark II, un artefacto aún más avanzado que el robado, en el que emprenden la persecución.
A partir de ahí, la historia se lanza de lleno a la space opera, haciendo uso, eso sí, de un universo newtoniano, en el que la velocidad de la luz no es un límite mucho más restrictivo que la del sonido (en el propio texto se hace referencia a la relatividad de Einstein, pero como teoría aún no confirmada (lo cual era bastante cierto cuando se escribió la novela y todavía podía sostenerse con cierto aplomo cuando se publicó). Las aventuras se suceden una tras otra a ritmo vertiginoso, ya sea escapar de una estrella oscura (el atecedente teórico prerrelativista a los agujeros negros), visitar un planeta prehistórico u otro en el que un ser que es pura mente (el bisabuelo de Q en Star Trek) intenta atraparlos.
Por último, los expedicionarios (a los que cabría añadir otra rehén más de DuQuesne, Peg Spencer, reunidos en una sola nave (la Skylark II, por supuesto), arriban a un exótico mundo, con gigantescas bestias voladoras acorazadas y dos razas humanoides enfrentadas a muerte. Un mundo en el que abundan los metales pesados y hay carestía de los ligeros y en el que la luz presenta un perturbador tono verdoso. Las aventuras, propias de un planet opera, de Seaton y compañía en Osnomia (que así se llama ese mundo), ocupan el tercer segmento de la novela.
Acción, aventura, romance… E. E. «Doc» Smith (Gernsback publicitó su doctorado, así que pronto pasó a ser conocido con el sobrenombre de «Doc») no perdía tiempo en disquisiciones filosóficas. Lo suyo fue desde el primer momento literatura de evasión, que para pensar ya estaban otros líos, y como no se sentía cómodo escribiendo la parte romántica (que debía existir, ¡faltaría más!), contó con la colaboración de la mujer de un buen amigo, Lee Hawkins Garby, quien contribuyó con los párrafos más empalagosos de la novela.
En cierto sentido, «The skylark of space» no es sino un fanfiction, que en vez de imitar nada lo iba inventando sobre la marcha, en el que los protagonistas, Dick Seaton y Dorothy Vaneman por un lado y Martin Crane y Peg Spencer por el otro, no eran sino trasuntos de los matrimonios Smith y Garby.
La calidad literaria, por supuesto, nunca fue la prioridad (ni tampoco es que se exigiera demasiada para publicar en Amazing Stories). En general, se considera que, valor pionero al margen, «The skylark of space» es bastante mediocre (tocando fondo con los párrafos románticos, que el propio autor eliminó en posteriores revisiones). Tampoco la ciencia sale demasiado bien parada, aunque cabe contextualizar, porque el paradigma científico de la época en que se escribió era muy, muy diferente del vigente tan sólo una década después (con el que ya podemos establecer cierta familiaridad). A ello se le añaden problemillas ideológicos propios de la época (propugna sin inmutarse el genocidio racial, por ejemplo), para configurar una lectura que, pese a ser reconocible como ciencia ficción «moderna», ha quedado bastante desfasada.
En 1930 E. E. Doc Smith publicó la secuela, «Skylark Three», también las páginas de Amazing Stories (que para entonces ya había cambiado de dueño), y en 1934 «Skylark of Valeron» en Astounding (antes de la era Campbell). A mediados de los años cuarenta, cuando empezaron a recopilarse en formato de libro las viejas historias de ciencia ficción, la serie de Skylark volvió a encontrarse entre las pioneras. Primero en la efímera colección de Buffalo Book Co. (1946), y para posteriores títulos ya en la icónica Fantasy Press (1948 y 1949), que también compiló la serie de los Hombres de la Lente. En 1965, poco antes de morir, E. E. Doc Smith completó un cuarto volumen, «Skylark DuQuesne«, en el que ofrece cierta redención (relativa) para su villano.
En español se han publicado las tres primeras novelas, a partir de la edición en formato de libro de los años cuarenta (para esta crítica me he basado en el original, que incluye todavía los aportes de Lee Hawkins Garby y carece de ciertas aclaraciones que el autor consideró necesario añadir para justificar ciertos puntos de la trama). El primero en 1961 como «La estrella apagada» en Cenit (y serializada en el 2001 en tres volúmenes de Pulpmagazine como «Skylark») y los dos siguientes en la editorial Novarro de México, en 1967 («Galaxia en peligro!») y 1971 («Un mundo destruido»).
Otras opiniones:
- De Manuel Rodríguez Yagüe en Un Universo de Ciencia Ficción
- De Omar Ernesto Vega en El Futuro Imaginado
- De Alejandro Caveda en el zoco de Lakkmanda
Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto: