Los genocidas

«Los genocidas» («The genocides», 1965) fue la novela de presentación de Thomas M. Disch, y al instante lo consagró como una de las principales voces de la New Wave estadounidense (hasta el punto de que toda su producción de ciencia ficción se enmarca en dicha corriente, cuando en los años ochenta cambiaron las sensibilidades imperantes en el género, pasó a centrarse en la poesía y el terror). La obra cosechó el entusiasta apoyo de Brian Aldiss, así como una nominación en la edición inaugural de los premios Nebula en 1966 (aunque aquel año hubo doce finalistas en la categoría de novela, que acabó llevándose Brian Herbert por «Dune«, en competición con obras tan diametralmente opuestas como «Los tres estigmas de Palmer Eldritch» de Dick, «Nova Express» de Burroughs o «Los genocidas», sin ir más lejos.

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La historia arranca seis o siete años después de que empezaran a brotar por toda la Tierra unas plantas gigantescas, invulnerables a cualquier plaga y capaces de sobreponerse a las demás especies, adueñándose y transformando todos los ecosistemas con su acelerada tasa de crecimiento. La crisis alimentaria subsiguiente ha condenado a la mayor parte de la raza humana a la muerte, centróndose la historia en la comunidad de Nueva Tassel, en Minnesota, por la zona de los Grandes Lagos (lo que les proporciona algo de agua, pues en regiones menos húmedas las plantas invasoras la han acaparado por completo).

Allí vive en torno a un cuarto de millar de personas, lideradas por el viejo Anderson, el que fuera el granjero más rico de la región, un estricto calvinista que impone una disciplina férrea en la comunidad, aceptada sólo en virtud de su frágil eficacia. Junto a él están sus dos hijos mayores, Buddy, el hijo pródigo que huyó a la ciudad, escapando del opresivo ambiente rural, sólo para volver a duras penas con el rabo entre las piernas cuando la situación se hizo insostenible, y Neil, un brutote sin demasiadas luces. La supervivencia de la comunidad depende de trabajar duro y rezar por que ningún suceso, como la pérdida en un inexplicable incidente abrasador de la práctica totalidad de las cabezas de ganado de la población, disminuya aún más sus escasas posibilidades.

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Bajo la ley de Anderson, cualquier banda de merodeadores, sea cual sea su actitud inicial para con el poblado, supone un peligro, y sus componentes han de ser sacrificados con contadas excepciones. En esta categoría entra Jeremiah Orville, un antiguo ingeniero de minas que huyó de Minneapolis al tiempo que unas esferas misteriosas incineraban los últimos reductos de vida de la ciudad, y cuyo aparente colaboracionismo esconde un deseo ferviente de venganza por su compañera asesinada (y algo peor) bajo las órdenes de Anderson.

Si algo caracterizó la obra de Disch no fue precisamente el optimismo. Su retrato del que quizás sea el último reducto de la humanidad es tan negro como pueda imaginarse. Evolucionando ya de por sí de un ambiente opresivo, las exigencias de la supervivencia exacerban las peores características, sofocando de paso cualquier atisbo de alegría o esperanza. Por si fuera poco, la amenaza vegetal no ceja en su ciego empeño por destruir lo que queda del dominio del hombre, uniéndosele además la persecución activa por parte de las esferas, que acaban empujando a un minúsculo grupo de supervivientes a una existencia todavía más baja, reduciéndolos a poco más que parásitos en en titánico entramado radicular de las plantas alienígenas.

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Como el título adelanta, la novela es el relato de (las últimas fases de) un genocidio, aunque los propios «genocidas» nunca llegan a mostrarse (salvo tangencialmente en un innecesario y desconcertante inciso), pues se encuentran muy por encima de las mundanas preocupaciones humanas. Bebiendo de la tradición apocalíptica (que es tan antigua como la propia ciencia ficción), nos embarca en una espiral descendente (por mucho que en breves tramos pueda darse la ilusión de que las cosas pueden ir a mejor), jugando con algunos de los recursos clásicos de la ficción aventurera, ésa misma que hasta el momento, contra toda lógica, lograba encontrar una salida a las peores contigencias imaginables.

A Disch aún le quedaba algo de camino por recorrer para dominar por completo su arte, así que «Los genocidas» adolece de ciertos defectos estructurales (entre los que destaca la introducción de Jeremiah, junto con algún que otro salto brusco), pero ya exhibe su vocación por ir más allá de los elementos superficiales, tejiendo capa tras capa de sublecturas. Así pues, podría destacarse que el ambiente de Nueva Tassel es muy similar a aquel del que el autor huyó en su niñez y juventud (primero en Iowa, región con la que se establece una comparación explícita en el texto, y luego en la propia Minnesota). El personaje de Buddy bien podría ser el trasunto de un hipotético Disch, obligado a regresar derrotado a casa (y también el de Jeremiah podría  sublimar su rencor, tanto más irónico por cuanto resulta en última instancia fallido).

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Esta faceta de la novela, sin embargo, no termina de desarrollar todo su potencial, al menos de acuerdo con el baremo que el propio Disch estableció en 1979 con «En alas de la canción» (en donde ya aborda de forma directa el núcleo de su inadaptación al ultraconservador Medio Oeste estadounidense). Así pues, quizás resulte más interesante analizar las referencias religiosas del texto (Disch recibió buena parte de su educación en escuelas católicas… que no le dotaron precisamente de buenos recuerdos). Ya sea identificando explícitamente a Anderson con Noé o implícitamente a Buddy y Neil con Caín y Abel (sin que llegue a replicarse la historia bíblica), «Los genocidas» está cuajada de paralelismos con la Historia de la Salvación… sólo que la meta de la historia no puede encontrarse más en antípodas de un mensaje de esperanza.

A través de la novela, el autor construye algo muy similar a un alegato contra la fe. Golpe tras golpe, va erosionando la esperanza, sustituyéndola por degradación y, en última instancia, muerte, negando a la postre cualquier tipo de relevancia que haya podido arrogarse la especie humana. En hombre, en definitiva, dista mucho de constituir algo de particular relevancia en el orden cósmico o incluso natural.

Nada como una novela de Disch para dejarte con mal cuerpo.

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A lo largo de su vida, el autor negó toda inspiración en particular. De todas formas, bien sea directamente o por constituir elementos del caldo nutritivo del que se nutrió, no puedo sino recalcar las similitudes temáticas y filosóficas, al menos parcialmente, con títulos como «Más verde de lo que creéis» (Ward Moore, 1947), «La Tierra permanece» (George Stewart, 1949) y «El día de los trífidos» (John Wyndham, 1951), así como de forma tal vez más inmediata «El mundo sumergido» (J. G. Ballard, 1962).

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en junio 28, 2014.

10 respuestas to “Los genocidas”

  1. Estupendo artículo, sobre un libro que no conocía y por el que me ha despertado el interés. Me gustan las distopías en general, y me apunto tanto este título como los otros que se citan en el texto.

    • Gracias. Sería más preciso, quizás, adscribirlas al género post-apocalíptico (o post-catastrofista), aunque es cierto que «distopía» es una etiqueta que en estos momentos está sufriendo una reformulación para abarcar cualquier futuro indeseable (si bien, en general, suele reservarse para situaciones de las que el ser humano es el principal responsable).

      Mi favorita del pack es «Más verde de lo que creéis» (seguida de cerca por «La Tierra permanece».

  2. Más verde de lo que creéis, me gustó, aunque tenía un tono humorístico que no la hace de mis preferidas. Mucho mejor La tierra permanece.

    • Precisamente por su tono humorístico superficial, cuando por fin te das cuenta de lo que se está cociendo de verdad, el impacto es mayor (algo parecido a lo que logró Karel Capek con «La guerra de las salamandras»). Vamos, que has estado riendote de él como un idiota… y el «chiste» era a tu costa.

      • Puede, pero es que el chiste es tan terrible que da miedo reírse.

        • Precisamente. Claro que como ya lo has hecho, sólo resta reflexionar y arrepentirse… y constatar que hoy mismo son legión los que siguen riéndose a carcajadas. Los bofetones entre risas duelen más, porque no los ves venir.

          (Dicho lo cual, el tono melancólico de «La Tierra permanece» es sublime).

  3. Gracias, Sergio, por volver a recordar acá a Disch, un autor que tendría que tener un lugar muchísimo más destacado en la historia de la literatura (a secas) y que en cambio tuvo una vida difícil y un final tristísimo.

    Déjame, además, sumar algunos títulos a la lista de historias de los últimos días de la humanidad o posdesastre (del tipo que fuere):

    «Cuna de gato», de Kurt Vonnegut Jr. Para mi gusto, más graciosa y menos deshilachada que «Más verde…», novela que igual disfruté, sobre todo en sus primeros tramos.

    ¿»El día de los trífidos» también podría mencionarse aquí, no? Y seguimos con las amenazas verdes.

    Y por último «Malevil», de Robert Merle. Un libro que no suelo ver mencionado por allí y que en su momento (hará unos 40 años) me impresionó positivamente.

    Un saludo. Y gracias por seguir manteniendo este estupendo lugar de reflexión literaria.

    • De nada, Vivaldo.

      Disch fue sin duda un gran autor, aunque resulte duro de leer (mejor en pequeñas dosis; no quiero ni pensar qué sería de quien intentará leerse de un tirón su bibliografía).

      «El día de los trífidos» sí que está mencionada. Es difícil no pensar en ella leyendo «Los genocidas». La de Vonnegut no la he leído (no es un autor que en principio me atraíga, y supongo que la próxima oportunidad que le daré será con «Matadero 5»). En cuanto a «Malevil», lo cierto es que no la conocía, pero por la sinopsis que he leído parece más bien post-apocalíptica, un subgénero con características un poco diferentes al directamente apocalíptico.

      Tal vez cabría hacer mención también de que la que bien podría ser la primera novela de ciencia ficción de la historia pertenecía precisamente al género apocalíptico: «El último hombre», de Mary Shelley (1826).

      • Ops, mi error. Mil disculpas: en la distracción salté esa última línea donde mencionas «El día…» y a mi admiradísimo Ballard, de lo contrario tal vez habría agregado a la lista «El viento de ninguna parte» (no así «La sequía», ya que en su última línea parece haber una esperanza).

        Respecto de Vonnegut, entiendo tus reparos, Peter Prescott ha hecho una y otra vez burla de su estilo. ¿Pero no es acaso ese su mérito: asumir que la única literatura auténticamente nortemericana a partir de la segunda mitad del siglo XX es una mezcla de autoayuda+mcdonald’s+basura con pretensiones trascendentalistas? En ese sentido, «Cuna de gato» es ejemplar y no se le debe pedir más. Algún día que estés de ánimo, dale una oportunidad, como quien ciertas veces se permite un café instantáneo en lugar de un buen grano recién molido.

        • Ballard fue una de las influencias reconocidas de Disch, así que casi seguro que «El viento de ninguna parte» y «El mundo sumergido» asoman su influencia por «Los genocidas» («La sequía», por fechas, posiblemente se publicó demasiado tarde).

          De Vonnegut he leído «Las sirenas de Titán», y no fue una lectura que me dejara muy satisfecho. Claro que desde entonces he ido desarrollando mucho mis gustos en lo que se refiere a ciencia ficción, y nunca doy por perdido a un autor hasta haberle dado una oportunidad a al menos dos de sus obras. Algún día, cuando tenga tiempo (eso está difícil), caerá otro Vonnegut.

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