El fin de la infancia

Sigo con los clásicos, dirigiendo la atención ahora a otro de los principales nombres de la ciencia ficción de la Edad de Oro (uno de los Tres Grandes, junto con Asimov y Heinlein), Arthur C. Clarke, y la que quizás sea su mejor novela: «El fin de la infancia» («Childhood’s end», 1953).

Por aquel entonces, Clarke era todavía un escritor principiante, con varios cuentos que destacaban por su contenido científico y tres novelas publicadas, ninguna de las cuales había tenido (ni conserva) demasiado impacto. Con «El fin de la infancia», sin embargo, alcanzó la madurez como autor, perfilando el estilo que le procuraría más éxitos hasta casi la década de los 70: una especie de ciencia ficción humanista, preocupada por la plausibilidad científica pero no basada en ella (cuyo otro gran hito sería «La ciudad y las estrellas», publicada en 1956). Esta etapa concluyó en 1968, con la publicación de «2001: Una odisea en el espacio», la vertiente literaria del proyecto conjunto Kubrik/Clarke, que aúna tanto las inquietudes metafísicas de sus inicios con la ciencia ficción dura que predominaría en las obras posteriores.

La novela parte de un relato, «Guardian angel», publicado en el número de abril de 1950 en la revista Famous Fantastic Mysteries (dedicada principalmente a la reedición de clásicos de la literatura fantástica), aunque lo cierto era que había estado dando tumbos, de rechazo en rechazo, hasta que, sin el conocimiento de Clarke, su agente se la pasó a James Blish para que la reescribiera (proporcionándole un final completamente diferente, historia que puede consultarse en esta página). Quizás ésta fuera la motivación que necesitaba el autor para retomar la idea, expandir la historia hasta conformar la primera parte de la nueva novela («La Tierra y los superseñores») y subir así a nuevas cotas su talento como escritor.

Al principio del libro, EE.UU. y la U.R.S.S. están embarcados en una carrera espacial, como prolongación de una guerra fría que era tema habitual en la época, cuyo objetivo es alcanzar la Luna (cabe recordar que la real no se inició hasta 1957, con el lanzamiento del Sputnik). El mundo no es un lugar agradable. La tensión no ha desembocado en guerra, pero está ahí presente, impidiendo el desarrollo humano. En éstas, se produce un acontecimiento que torna irrelevantes todos estos esfuerzos (y que pasaría a ser un lugar común en la ciencia ficción): en los cielos de todo el mundo aparecen inmensas astronaves de factura obviamente extraterrestre; habían llegado los superseñores.

Se instaura entonces una dictadura bondadosa, en la que los alienígenas, sin mostrarse jamás, prestan sus conocimientos técnicos y «aconsejan» a la humanidad sobre cómo proceder, con la única exigencia de una serie de prohibiciones, entre las que se cuenta el continuar con los planes de exploración del espacio. Esta injerencia no es bien vista por todo el mundo, pero el secretario general de las Naciones Unidas, Peter Stormgren, se erige en defensor de la política de los superseñores, convencido de las bondades de su guía, aun a pesar de su insistencia en no mostrar su aspecto «hasta que la humanidad esté preparada».

Esto acontece en la segunda parte, «La edad de oro», en la que por fin se revelan los motivos de los superseñores para mantener el secreto durante medio siglo (aquí aprovecha Clarke para lanzar su puyita de turno contra las religiones). La humanidad a avanzado mucho en este lapso, con indicios de que aún le queda mucho camino por recorrer. Se ha alcanzado una utopía, con problemas antiguos como la intolerancia y el racismo descartados para siempre. Pero quedan todavía muchos interrogantes, como por ejemplo el porqué del interés de los superseñores en los fenómenos de percepción extrasensorial (¡Ellos, de entre todos los racionalistas posibles!). Un ingeniero, Jan Rodricks, está dispuesto a responderlos, aunque para ello tenga que colarse en una nave extraterrestre.

Rodricks consigue su objetivo, aunque con consecuencias que no podría prever. El viaje de ida y vuelta al planeta natal de los superseñores, por culpa de la dilatación temporal relativista, hace que no retorno a la Tierra hasta el momento de «La última generación». Bajo la tutela de los superseñores, los hombres no sólo han superado una etapa crítica que podría haberles llevado a la autodestrucción, sino que han trascendido su humanidad, realizando un salto evolutivo que les llevará a un estadío inimaginable tanto para el anacrónico Rodricks como para los propios superseñores.

Las dos primeras partes no están mal. Están narradas con sencillez, aunque hacen gala de suficiente tensión como para mantener sin problemas la atención del lector, a medida que se van desgranando las novedades y se va construyendo la base para el auténtico apoteosis, que tendrá lugar durante el tercio final. En pocas palabras, los capítulos postreros de «La última generación» constituyen uno de los momentos más poéticos, desgarradores, contradictorios, melancólicos y deslumbrantes de la ciencia ficción.

Sin necesidad de recurrir a una prosa excelsa, Clarke sublima el sentimiento de desengaño e indefensión de toda una generación, que ha sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial sólo para verse amenazada por el peligro nuclear, para ofrecer una esparanza que combina el mayor premio con la renuncia más absoluta. En serio, hace falta ser de piedra para no emocionarse hasta la médula con el último capítulo de «El fin de la infancia».

Los grandes temas de la novela no eran ajenos a su época. Obras como «Galaxias como granos de arena» de Aldiss o «Ciudad» de Clifford D. Simak mostraban un pesimismo similar hacia el futuro del hombre, y «Más que humano» de Sturgeon apuntó ese mismo año hacia la emergencia del siguiente paso evolutivo que dejaría al hombre obsoleto. Sin embargo, la sensibilidad demostrada por Clarke, precisamente Clarke, no tiene parangón. Resulta bastante sintomático que un optimista irredento como él se viera en la obligación de buscar la salvación de la humanidad en fuerzas externas, y que exigiera tan alto precio para poder transmitir un mensaje de esperanza. En novelas posteriores a 1970, son la ciencia y la racionalidad las que proporcionan al hombre la salvación. La locura de la guerra fría no permitía estos sentimientos (a decir verdad, tras el derrumbe del bloque comunista, Clarke reescribió en 1990 el primer capítulo de «El fin de la infancia» para solventar el anacronismo… no hacía falta tocar nada más, pues con un equilibrio sociopolítico diferente no se puede decir que hayamos avanzado demasiado en solucionar las contradicciones de albergar una mente racional en un cuerpo animal).

Tampoco la resolución era estrictamente novedosa. El propio autor apunta inequívocamente hacia Olaf Stapledon como su fuente de inspiranción, en particular sus novelas «La primera y la última humanidad» (1930), «Juan Raro» (1935) y «Hacedor de Estrellas» (1937). Así pues, Clarke podría considerarse heredero directo de la tradición literaria iniciada por H.G. Wells y expandida por Stapledon (que, como ya he remarcado en ocasiones, difería de la tradición pulp americana que condujo a la Edad de Oro, menos preocupada por los aspectos filosóficos de la literatura anticipativa).

Lo importante, sin embargo, no es la primacía, sino la perfecta fusión de estos temas en una obra que transciende el contexto de su época para tocar temas imperecederos. Muchas novelas de ciencia ficicón con más de medio siglo de existencia hace mucho que no son sino curiosidades más o menos entretenidas. «El fin de la infancia» sigue conservando, anacronismos pintorescos incluidos, toda su relevancia.

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en May 10, 2010.

3 respuestas to “El fin de la infancia”

  1. Estoy de acuerdo en tu crítica, aunque para un lector de ahora el final del libro resulta bastante frustrante. El hecho de que la humanidad no ofrezca ninguna resistencia ante el devenir de su propio destino, te provoca una tensión horrible.

    Como tú dices, es la forma de demostrar el pesimismo de la época. Pero a mí me dejó un regusto de amargor por el que no recomendaría la lectura a nadie que esté pasando por una mala racha.

    Aunque ese misterio que envuelve a la identidad de los extraterrestres… impagable, sobre todo con su resolución.

  2. Sí, es una solución desesperada para una situación desesperada. La ciencia ficción de los años 50 (tanto literaria como cinematográfica) se caracteriza a menudo por un profundo pesimismo hacia el futuro inmediato. El hombre de a pie se siente indefenso ante la espada de Damocles nuclear.

    «El fin de la infancia» también supone un reconocmiento de fracaso. La humanidad no se merece sobrevivir, pero aún así su legado pervive en una descendencia que ya no es humana (un mensaje similar al de la película de Spielberg «Inteligencia artificial»).

    Te deja un poco hundido, pero esa semilla de esperanza ayuda a sobrellevar el trago. Para novelas de ciencia ficción auténticamente deprimentes, que nunca, jamás, deberían abordarse si no se está con el optimismo por las nubes, nada como la obra de Disch.

  3. A mí me pareció un final profundo, espectacular y a la vez potente, pero no amargo. Quizá leí la novela sin pesimismo, o quizá la leí como metáfora, no sé. El hecho más importante para mí es la capacidad reflexiva que puede provocar un final así después de una historia tan sólidamente narrada y tan perfectamente coordinada. Los defectos son tan menores que ni si quiera se vuelven relevantes. :)

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