Software

Establecer una línea de demarcación clara suele ser en cualquier caso una labor delicada, y ya no digamos si hablamos de movimientos literarios. Por término general, se señala la publicación de «Neuromante«, en 1984, como el punto de partida del movimiento cyberpunk, aunque quizás debería constar más bien como el instante en que todas las piezas terminaron de encajar en su sitio. ¿Cómo clasificar entonces los pasos previos que condujeron a esa concreción? ¿Qué hay de las obras previas de los fundadores del movimiento (Gibson, Sterling, Rucker…), con evidentes rasgos cyberpunks pero carentes de algún elemento crucial en lo que con posterioridad ha venido en definirse como tal?

Siempre podemos acogernos al término pre-cyberpunk, pero hay casos límite que se encuentran apenas a dos pasos de poder borrar el «pre»… así que me saldré por la tangente y definiré «Software», publicada por Rudy Rucker en 1982, como una novela transrealista (término acuñado por el propio autor) extrema, que por orientación y desarrollo es precursora directa del cyberpunk «maduro».

El transrealismo consistía en tomar elementos de la propia vida del autor (tanto autobiográficos como de conocidos), para dotar de un anclaje fuerte a los personajes de la ficción y contrarrestar así la tendencia escapista de la literatura fantástica, sin por ello renunciar al potencial metafórico de los temas y recursos de la ciencia ficción o la fantasía para desarrollar ideas poco comunes. Rucker lo caracterizó para definir «Una mirada a la oscuridad», de Phillip K. Dick, y aplicó sus directrices a buena parte de su ficción. Entre sus obras más claramente transrealistas (empezando por «White light» en 1980), publicó en 1982 una reflexión delirante sobre la evolución de la inteligencia artificial y su comparación con el intelecto humano: «Software».

El protagonista principal de la novela es Cobb Anderson, un cibernético anciano, hijo del baby boom americano posterior a la Segunda Guerra Mundial y heredero intelectual de Kurt Gödel (o, en otras palabras, una proyección del propio Rucker). Tras desarrollar clandestinamente robots con libre albedrío a través de un proceso de mutación azarosa y selección natural (pues los teoremas de incompletitud de Gödel impiden, según el autor, otra aproximación al problema de desarrollar una auténtica inteligencia artificial), es juzgado como traidor a la raza humana y despojado de todos sus bienes, con lo cual acaba en Florida, estado dedicado a alojar a los colgueras (los inútiles de su generación, hippys en los sesenta, parados en los ochenta y prácticamente deshauciados hacia el 2020 por el colapso de la seguridad social en el 2010 (consecuencia en parte de la rebelión de los robots, que se han autoexiliado a la Luna donde han desarrollado una especie de anarcocapitalismo darwiniano).

Próximo a la muerte, Cobb recibe la proverbial oferta que no se puede rechazar: la promesa de la inmortalidad por parte de Ralph Números, el primer robot que alcanzó la independencia de las viejas restricciones asimovianas, así que viaja a la Luna en compañía de Sta-Hi (Stay-High), un colgado de veinti pocos años, cabezahueca y hedonista,  sin otro mérito que poseer muy pocas luces y un papá policía. Al llegar al satélite, sin embargo, descubre que no todo es tan bonito como se lo pintaban. No sólo hay una guerra civil soterrada entre los grandes autónomos y los cavadores (algo así como grandes empresarios y trabajadores del sector primario), sino que la prometida inmortalidad tiene un precio muy elevado, coste que el derrengado Cobb está bien dispuesto a pagar pero que ni de coña le parece aceptatable a Sta-Hi.

Rucker plasma una sociedad robótica desquiciada (muy próxima a la que podemos encontrar en «Futurama», de la que no me extrañaría que fuera inspiración directa), y una terrestre decadente, en donde el uso recreacional de drogas psicodélicas está al orden del día. Entre tanto exceso, sin embargo, entrelaza reflexiones filosóficas sobre la naturaleza de la mente humana y su depedencia del hardware carnal (el cerebro), sobre la posibilidad de extender el software mental a otros formatos, sobre la muerte y sobre las posibilidades y peligros que se agazapan en esa vía transhumana (diversos autores post-cyberpunk, como por ejemplo Greg Egan en «Diáspora» o Luis Ángel Cofiño en «Su cara frente a mí«, han ahondado en estos temas con mucha mayor profundidad).

La formación científica de Rucker (como matématico y, con posterioridad, profesor de computación), supone tanto una ventaja como un lastre en la concreción de la historia. Por un lado, sus conocimientos le permiten especular sobre la inteligencia artificial con aplomo y precisión. Por otro, sin embargo, estar demasiado apegado a lo que para la época era plausible le impide dar el salto de inspiración que lanzó al cyberpunk hacia el infinito («deficiencia» que, por ejemplo, William Gibson no arrastraba, pues no tenía ni la más remota idea acerca de lo que la informática supuestamente podía y, sobre todo, no podía hacer).

Leer sobre robots como estos en un contexto pre-cyberpunk se hace extraño. Incluso las interfases robot-humano se antojan tímidas, muy lejos de lo que sería motivo de especulación unos pocos años después. Por añadidura, no hay ni un atisbo de realidad virtual, aunque sí indicios de la importancia de la difusión de la información. Otras características del movimiento, tales como la marginalidad o la exploración de los estados mentales alterados por el uso de drogas (característica que se ha perdido en el género), se encuentran ya plenamente integradas… y se nota el toque transrealista nacido de la experiencia directa con ciertas sustancias. Atendiendo a otra faceta del cyberpunk, el estilo, cabría advertir que «Software» es una obra bastante plana, sin los arranques de fetichismo tecnófilo que hemosa prendido a asociar con él (la única traducció al español, sin ser mala, tampoco ayuda, pues hubiera requerido de alguien más familiarizado con el léxico cibernético).

Seis años después, en 1988, Rudy Rucker escribió una continuación, «Wetware», considerada la más cyberpunk de todas sus novelas. Ambos libros se recopilaron en una edición omnibus en 1994 como «Live robots», sin que ello fuera óbice para que Rucker siguiera especulando en torno a la asimilación hombre-robot, con la publicación de «Freeware» en 1997 y «Realware» en 2000. En conjunto, se conoce al conjunto como la Tetralogía Ware, recopilada a su vez en 2010 en una antología de la que hay tanto ediciones comerciales como electrónicas publicadas bajo licencia Creative Commons por el propio autor.

En 1983, «Software» se alzó triunfadora en la primera edición del premio Philip K. Dick (para obras de ciencia ficción aparecidas originalmente en tapa blanda), galardón que repetiría «Wetware» en 1989 (entremedias, en 1985 lo obtuvo también «Neuromante»).

Otras opiniones:

~ por Sergio en julio 1, 2012.

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