Por no mencionar al perro

Con todo el lío de las últimas semanas tengo bastante abandonada la Hugolatría, que como objetivo anual cada día se va poniendo más difícil. Bueno, tampoco importa demasiado. Mientras siga dando para alguna entrada de vez en cuando… (además, así voy dando tiempo a que reediten un par de ganadores que están anunciados).

Hoy toca echar un vistazo a 1999, año en que triunfó por segunda vez Connie Willis, con una novela estrechamente relacionada con su anterior galardonada, «El libro del día del juicio final» (premiada en 1993), «Por no mencionar al perro, cómo encontramos por fin el tocón de pájaro del obispo» (aunque en portada, tanto en inglés como en castellano, se obvia el subtítulo).

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La obra utiliza como sustrato el «universo» de los historiadores de un Oxford futuro (2.057) que se hallan en posesión de una máquina del tiempo que les permite enviar estudiosos al pasado. Ahí acaban las semejanzas entre ambas historias. Pues si «El libro del día del juicio final» es un desgarrador retrato de una aldea inglesa azotada por la peste negra, «Por no mencionar al perro» es un remedo de comedia de costumbres victoriana (con aderezo de novela detectivesca anacrónica). Así pues, aunque la trama gira en torno a la posibilidad de una colapso irreversible del continuum espacio-tiempo, lo cierto es que la narración jamás abandona el tono ligero, humorístico incluso (un humor británico, por supuesto), funcionando tanto a un nivel de homenaje-idealización de la sociedad (alta) victoriana como en forma de juego metaliterario (con respecto a la literatura británica, claro).

Existen poderosas razones por las que no me había aventurado hasta ahora en «To say nothing of the dog». Como narradora, no me gusta Connie Willis. Me aburre, me sepulta en palabrería innecesaria, y no conecta conmigo a nivel humorístico (en todo el libro sólo recuerdo haber sonreído dos veces), pero es que además detesto la literatura victoriana (y, por extensión supongo, la cultura victoriana). Los únicos autores realmente victorianos que no sólo soporto sino que idolatro son dos escritores que «vieron mundo» antes de iniciar su producción, así que supongo que en cierta medida se desanglificaron un poquito (manteniéndose cien por cien británicos). Me refiero a Rudyard Kipling y Henry Rider Haggard, e incluso éstos empezaron a publicar en las postrimerías de este largo período, para cualquier obra anterior a 1885, prefiero mil veces cruzar el canal y disfrutar con los autores franceses. Sirva pues esta confesión como matiz de mi opinión con respecto a «Por no mencionar al perro» que, como no será complicado vaticinar, no es demasiado positiva.

Mi principal queja reside en la hipertrofia de la historia. El misterio, simple y llanamente, no es lo bastante enrevesado para servir de soporte a 700 páginas de monótona prosa (no en sí misma, sino por la carencia de hitos claros que actúen como clímax intermedios; su lectura me da la impresión de un recorrido por un largo valle narrativo con la promesa de un pico allá a lo lejos). Por añadidura, la densidad informativa es tan escasa que cada vez que deja caer una pieza del rompecabezas que será reconstruido al final, destaca como si lo hubiera subrayado (y marcado con signos de exclamación). La novela de detectives funciona a base de saturación y agilidad. El ritmo de «Por no mencionar al perro» es totalmente inadecuado. Cuando ves llegar los giros con cincuenta o cien páginas de adelanto la verdad es que pierden mucho.

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Fallido pues uno de los pilares de la historia, queda la recreación (exaltación) del victorianismo como principal soporte, y ahí sí que admito que mi desprecio por el parasitismo indolente de las clases altas británicas de la época, por la irrelevancia de sus pequeños dramas y, en definitiva, la futilidad de su existencia, interfiere con mi objetividad. Si además no me hace gracia el humor británico, apaga y vámonos.

Por mucho que lo he intentado, no me he visto involucrado en la misión de Ned Henry y la «prima» Verity por corregir una incongruencia temporal (algo así como una paradoja, pero más simple, pues no implica necesariamente una imposibilidad lógica, sino tan sólo la alteración del curso temporal «correcto») y encontrar, de paso, el tocón de pájaro del obispo. En parte, supongo que se debe a que son personajes singularmente pasivos. Se dejan arrastrar por los acontecimientos (en general por verse imposibilitados de presentar oposición), los cuales, por fortuna, se van arreglando solos, aunque ello implique el recurrir a un deus ex machina como la copa de un pino. De nuevo, la solución hubiera podido ser aceptable… presentada con la mitad de palabras e involucrando mucha menos injerencia del continuum, pues hacia el final (y la misma Connie Willis se da cuenta de ello e intenta justificarse por boca de sus personajes), la solución es tan arbitraria que cualquier otro desarrollo, con cualesquiera otros personajes, hubiera podido valer igual de bien (eso sí, se preocupa de encajar con sumo cuidado las piezas que presenta… lo cual es mucho menos impresionante cuando te das cuenta de que existen varias docenas mutuamente intercambiables).

Como sublectura, es posible entresacar una reflexión sobre la naturaleza de la historia y sobre qué elementos son históricamente significativos. El peso de la argumentación recae en el profesor Peddick, un catedrático de Oxford entre cuyas manías se cuentan la defensa de la personalidad de personajes clave como elemento pivotal del desarrollo histórico (en contraposición a las fuerzas ciegas de un determinismo casi psicohistórico, defendidas por su más enconado rival) y el coleccionismo de peces. Este discurso se estructura en torno a múltiples ejemplos, entre los que destacan los elementos clave en el desenlace de la batalla de Waterloo. Paradójicamente, la conclusión a la que llega, que la historia es un sistema caótico en el que no hay relación directa entre la magnitud de una causa y la de su efecto y, secundariamente, que la actuación de los protagonistas individuales es relevante, se opone frontalmente a la premisa bajo la cual se resuelve la novela (ATENCIÓN, sáltese el final de este párrafo si no se desea conocer detalles reveladores del la conclusión): que el continuum espacio-temporal es determinista, y que cualquier alteración, grande o pequeña, se corrige a sí misma para producir a la larga el mismo resultado.

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No ayuda tampoco la traducción, muy correcta aunque también poco inspirada, que se come por completo los juegos de palabras, convirtiendo algunos diálogos en poco menos que incomprensibles (por ejemplo, en los primeros capítulos, Connie Willis juega con la similitud de «cat», «rat» y «cab», algo que se pierde por completo cuando en la traducción se comienza a mencionar a «taxis» y «taxistas»). Y, por supuesto, en recuerdo de mi época de devorador de novelas de Agatha Christie (todas salvo las de Miss Marple, pues nunca he soportado a esa viejecita entrometida), me choca profundamente leer «Hercule» y no «Hércules» Poirot.

Para concluir, incluso algunas de las críticas positivas resaltan la escasa entidad de un año, 1998, que la destaca como mejor obra publicada (tanto para los votantes del Hugo como para los del Locus; el Nebula de 1998 lo ganó otra novela muy menor, «Paz interminable» de Joe Hadelman, que competía directamente con «Por no mencionar al perro» a pesar de haber sido publicada en 1997). Aún faltaba un par de años para que la fantasía irrumpiera con fuerza en este coto privado de la ciencia ficción (aunque sea soft), en caso contrario quizás hubieran tenido su oportunidad «Choque de reyes» (de George R.R. Martin, premio Locus a mejor obra de fantasía) o «Stardust» (la presentación en sociedad de Neil Gaiman como novelista en solitario). Otras obras destacables del año fueron «Darwinia», la obra que puso en el radar a Robert Charles Wilson (magnífico planteamiento, intrigante desarrollo y un final anticlimático e inconsistente como pocos), y «El globo de oro», enésima reimaginación de los temas heinlenianos por parte de su sucesor espiritual, John Varley (para mí, pese a sus pequeños fallos que no le permiten alcanzar las cotas de «Playa de acero», la más interesante novela de ciencia ficción de aquel año).

Otras opiniones:

Otros libros de la misma autora reseñados en Rescepto:

~ por Sergio en noviembre 3, 2009.

2 respuestas to “Por no mencionar al perro”

  1. No conozco a Connie Willis, pero sí a Agatha Christie, pues poseo decenas de libros de esta autora, por la simple razón de que siempre supo entretenerme e intrigarme desde el princpio hasta el final de sus historias. Algunas eran algo flojas, pero la mayoría se desenvolvía con singular destreza para mantener la intriga sin desviarse. Sé que se le achacan trampas y esas cosas, pero a mí me daba igual, pues lograba interesarme bien sin altibajos.
    Entre la ciencia ficción, creo que Asimov intentó desarrollar algunas de sus historias con algún grado de Agatha Christie y no le salía tan mal…
    Con lo que comentas de esta autora, me lo pensaría antes de dedicarle mi atención, pues sospecho que puede resultarme algo espesa a mí también…

  2. […] hay algunas muestras (¡hola, Kim Stanley Robinson!), y algo así me sucedió con Connie Willis y Por no mencionar al perro. Después de disfrutar de algunos cuentos, las dos novelas cortas incluidas en Remake y sufrir (en […]

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