El apagón / Cese de alerta
Tras casi diez años desde su anterior novela (la ganadora del Locus «Tránsito»), Connie Willis sorprendió con una novela tan larga que tuvieron que dividirla en dos tomos, publicados en 2010 con una separación de ocho meses. A la postre, «Black out/All clear» acabó cosechado los premios Hugo, Nebula y Locus, consolidando aún más a la autora como la más exitosa en los principales galardones del género fantástico.
Lo que es más, también hizo de la serie de los historiadores viajeros en el tiempo de Oxford la segunda en cosechar tres premios Hugo (y tres Locus), por detrás de la serie de Miles Vorkosigan de Lois McMaster Bujold, pero la primera en recibirlos por todas las novelas publicadas (antes de que repitiera la hazaña N. K. Jemisin, y en años consecutivos, por la serie de la Tierra Fragmentada). Si a todo esto añadimos el relato largo «Fire watch» (de 1983), que fue el auténtico inicio de la serie. En conjunto (es decir, «Fire watch», «El libro del día del juicio final«, «Por no mencionar al perro» y «El apagón/Cese de alerta»), acumulan cuatro premios Hugo, tres Nebula y cuatro Locus («Por no mencionar al perro» perdió ante la mediocre «Paz interminable«)… y no tengo ni idea de a qué puede deberse todo este desmesurado reconocimiento, porque si «Por no mencionar al perro» ya era bastante anodina, el díptico de «El apagón/Cese de alerta» cae de lleno durante largos, larguísimos tramos en lo inaguantable.
Antes de entrar a fondo en la reseña, una aclaración: no son dos novelas, es una sola, dividida en dos tomos por motivos editoriales (unas mil doscientas páginas en total). «El apagón» se interrumpe bruscamente, sin ofrecer cierre de ninguna clase o siquiera un punto claro de inflexión en la historia, y «Cese de alerta» continúa en medio del desarrollo, sin hacer uso de ningún tipo de introducción.
En esta ocasión, el período visitado por los historiadores del 2060 es mucho más cercano en el tiempo, pues las distintas misiones se centran no en la edad media («El libro del día del juicio final») o la Inglaterra victoriana («Por no mencionar al perro»), sino en la Segunda Guerra Mundial, con especial énfasis en el Blitz de Londres (entre septiembre de 1940 y mayo de 1941) y un segundo escenario preferente durante el bombardeo con V1s y V2s en 1944/1945, además de un puñado de ubicaciones espacio/temporales adicionales (desde una casa de acogida de niños en el campo a la evacuación de Dunkerque, pasando por las operaciones de inteligencia Fortitude y Ultra).
Los problemas no se hacen esperar cuando al poco de llegar los historiadores a 1940 (tras desarrollar sin problemas sus misiones en 1944/45) los portales, que ya habían estado mostrando un desempeño errático, dejan de abrirse, dejando a los investigadores atrapados en un entorno peligroso, sin saber cuándo podrán volver a su propio tiempo y poseídos por la sospecha de que, después de todo, quizás su presencia sí que puede cambiar la historia y de hecho eso es lo que va a ocurrir… a peor.
Connie Willis dedica la obra a examinar la vida, durante aquel momento de prueba, de los héroes anónimos: enfermeras, conductoras de ambulancias, analistas, incluso dependientas, actores o civiles sin otra responsabilidad bélica que mantener la moral alta y sobrellevar las dificultades y los peligros. A este respecto, se nota una historia documentada con cariño y esmero, que sitúa el foco en los protagonistas ignorados de las guerras. El problema es que estos personajes, reales y vivos, quedan en segundo plano, obligados a ceder el protagonismo a los historiadores del futuro, la panda más inútil, ignorante e irresolutiva a la que jamás se le haya encargado tarea alguna.
Resulta cargante hasta extremos indecibles asistir a sus reiterados ataques de pánico ante el más mínimo indicio de adversidad. Cualquier persona sensata no enviaría a ninguno a comprar pan a la tienda de la esquina, mucho menos a una zona de (relativa) guerra (vamos, que por mucho que nos lo quiera vender la autora, el Blitz londinense no es ni de lejos el peor escenario imaginable para unos civiles atrapados en medio de un conflicto bélico (lo cual sería igualmente cierto si solo consideráramos la Segunda Guerra Mundial). Aun peor, exhiben por lo general una preparación histórica deficiente en extremo, con unos conocimientos nulos de cualquier cosa que no tenga que ver directamente con lo que iba a ser en principio su misión (hasta el punto de que una de ellos es incapaz de reconocer y recordar el nombre de Bletchley Park, una de las ubicaciones críticas de la guerra, al nivel, por ejemplo, del Laboratorio Nacional de los Álamos). Y ya que estamos… ¿cómo es que nadie los supervisa? ¿Cómo se les permite trastear con la historia si las consecuencias no están claras? ¿Qué tipo de inconsciencia colectiva caerá sobre la humanidad de aquí al 2060 para arriesgar por una suposición (la de que nada puede ir mal) el continuo espacio-tiempo?
Por si no fuera bastante insoportable verlos correr de un lado a otro como pollos sin cabeza durante toda la historia (y recuerdo que son más de mil páginas), exhiben otra característica todavía más irritante, y es un egocentrismo que alcanza cotas monstruosas. No es solo que los caracterice una falta de empatía (entendiendo como tal su capacidad para ponerse en el lugar de los observados) poco menos que patológica (demasiado centrados en sus problemas como para prestar más que un minúsculo porcentaje de sus reflexiones a ese entorno que supuestamente han ido a estudiar y en el que no se implican sino a regañadientes), sino que incluso entre ellos se muestran incapaces de colaborar, surgiendo la mayor parte de los malentendidos de su negativa rotunda a compartir siquiera una migaja de información (para no preocuparse mutuamente, por supuesto).
Esta actitud, además, se hace extensible al análisis de su propia situación. Asumiendo sin pruebas de ningún tipo la peor interpretación posible (y la que más importancia les concede)… y cambiándola hacia el final por otra diametralmente opuesta contando con exactamente los mismos indicios; una mera cuestión de forzarse a ver medio lleno el vaso medio vacío (un detalle adicional: cualquier historiador medianamente competente sabría que no había forma de que las fuerzas del Eje ganaran la guerra, sin importar los pequeños cambios que pudieran introducir en el sistema; todo lo más, (incluso de haberse descubierto el descifrado de Enigma) hubieran supuesto alargar unos meses la contienda… y aumentar, por supuesto, el número de víctimas).
Porque en el fondo, a Connie Willis la realidad histórica global le importa bien poco (hasta el punto de mentir sobre el número de víctimas que ocasionaron los bombardeos en Inglaterra, una cifra fácilmente encontrable con una búsqueda sencilla que llega a quintuplicar). Su interés manifiesto es poner rostro y sentimientos al pueblo llano. Un supuesto homenaje al don nadie cuyo esfuerzo y sufrimiento también contribuyeron a la victoria, que suele ser ignorado por el relato oficial, más preocupado por los hechos de armas. La verdad es que es un propósito con el que puedo conectar, y lo cierto es que no son pocos los momentos en que logra transmitir justo eso… hasta que se acuerda de que tiene que enredar un poco más con sus protagonistas y fuerza otro contratiempo improbable (absurdo, como se suele presentar a la autora, solo por la reiteración en el uso del recurso)
Porque lo cierto es que nunca he terminado de ver la supuesta entrega al absurdo literario en la obra de Connie Willis. En mi opinión, le faltan dos elementos fundamentales: una mayor entrega al surrealismo y, sobre todo, una intencionalidad que lo justifique. Kurt Vonnegut, por ejemplo, utiliza el absurdo para afrontar lo inafrontable (la mortandad masiva de un bombardeo, también de la Segunda Guerra Mundial, en «Matadero cinco«, o la amenaza de la aniquilación nuclear global en «Cuna de gato«). No estoy seguro de qué pretende transmitir Connie Willis, aparte de la naturaleza azarosa del destino; interpretación que, de hecho, se carga por completo en una resolución emocionalmente satisfactoria, pero intelectualmente… ¡Ay, intelectualmente!
En cuanto te paras a recapacitar sobre el cierre (que se centra a grandes rasgos en el mismo concepto de «Oveja mansa» de la influencia imperceptible de personas sin aparente importancia), descubres que se sustenta en una relación causal circular que invalida las conclusiones de los protagonistas. Eso por no hablar de que introduce más preguntas de las que contesta y acentúa el egocentrismo, llegando al punto (pequeño spoiler) de que, literalmente, el propio universo conspira para plegarse a la visión ética de los protagonistas, a los que, irónicamente, priva de libre albedrío (y sin libertad de acción no hay heroísmo, solo predeterminismo).
En resumidas cuentas, un pantano filosófico y metafísico en el que ni siquiera intenta adentrarse (posiblemente ni lo ve), que convierte las mil doscientas páginas en una sucesión arbitraria de improbabilidades (algo que, después del esfuerzo de la lectura, no constituye precisamente un cierre deseable).
Volviendo pues a la cuestión de los premios… No los entiendo. No entendía ya lo de «Por no mencionar al perro» (que tampoco presenta una sola idea original), pero esto es peor. Arrastrarme por los dos volúmenes ha sido cuestión de pura cabezonería (y por no dejarme a mitad un ganador del Hugo), recompensada apenas por una o dos escenas sueltas (la evacuación de Dunkerque, y quizás todo lo relativo a la operación Fortitude de desinformación). El escenario es interesante, pero los protagonistas principales resultan insoportables y la trama repite y repite y repite, sin avanzar un paso hasta casi el final. Quizás en medio de tanta página haya una buena novela de… digamos un tercio de su longitud, pero incluso en ese caso no pasaría de ser una pálida iteración de la muy superior «El libro del día del juicio final».
Es posible que 2010 no fuera una añada particularmente memorable, pero por innovación (algo que siempre valoro mucho), yo me hubiera decantado mucho antes por «Los cien mil reinos«, de N. K. Jemisin (mi preferida del año) o «Quien Teme a la Muerte«, de Nnedi Okorafor, ambas formalmente un tanto primerizas, pero que ya avanzaban lo que nos deparaba el futuro.
Mi opinión, a juzgar por las críticas casi unánimemente entusiastas que enlazo a continuación, parece ser minoritaria, pero hacía tiempo que un libro no me provocaba un desagrado tan visceral.
Otras opiniones:
- De Farsalia en Hislibris
- En Papel en Blanco
- En El Correo de Andalucia
- En La Taberna del Libro Frito
- De Pilar en Librería Antes
- De Atreides en Zona Delta
- De David Olier en El Rincón de Cabal (solo «El apagón»)
- En Albedo 0.37
- De Santiago Gª Soláns en Sagacomic («El apagón»)
- De Santiago Gª Soláns en Sagacomic («Cese de alerta»)
- De Óscar González en Res Pvblica Restitvta
- De Use Arias en Useramas
Otras obras de la misma autora reseñadas en Rescepto:
Yo no pude terminarlos. Si en el día del juicio final era muy interesante ver cómo se enfrentaban al apocalipsis que debió ser la peste negra en una pequeña aldea aquí la mayor cercanía temporal de los eventos narrados juega en su contra. Si le sumamos la longitud totalmente injustificada del libro y el mediocre tratamiento de la parte más de ciencia ficción como las paradojas temporales y demás que nunca fue su fuerte tenemos una mezcla en la que se diluyen los puntos fuertes de la autora que son costumbristas con un avance de la trama caótico. Tampoco ayuda que los bombardeos sobre Londres no me supongan un escenario especialmente interesante.
Es curioso que las únicas ganadoras de tres o más premios Hugo por la misma serie sean únicamente mujeres ( obviando que yo tampoco entiendo los de este libro si considero lo de las otras dos como muy merecidos). Creo que eso habla de una ciencia ficción distinta desde el punto de vista temático pero también de la capacidad de crear personajes con mucha profundidad y recorrido. Es impresionante mía o de un tiempo a esta parte hay más premios a mujeres que a hombres? Esto es muy interesante en un nicho cultural dominado tradicionalmente por escritores masculinos ( hasta el punto cómo has comentado alguna vez de ocultarse escritoras tras nombres masculinos o neutros)