A vuestros cuerpos dispersos

En los años 70 se puso de moda un subtipo de ciencia ficción que puede considerarse el epítome de su concepción como literatura que busca despertar el sentido de la maravilla en el lector. Se trata de lo que podríamos llamar cifi de escenario. En ella los personajes son accesorios (e intercambiables) y la propia trama no suele pasar de una simple excusa para la exploración, porque el protagonismo casi absoluto recae en un escenario, que se convierte en el elemento fijo de una larga serie de novelas que nos van revelando con cuentagotas sus secretos.

Este tipo de obra tendría como precursora a «Dune» de Frank Herbert (premio Hugo en 1966), aunque en ella el escenario, si bien importante, comparte protagonismo con la casa Atreides (ya llegaremos a ella), y como ejemplo más destacado la antecesora en los Hugo de «A vuestros cuerpos dispersos», «Mundo Anillo«, de Larry Niven. Hacia finales de la década ya había evolucionado, devolviendo protagonismo a los personajes, con obras como «Pórtico» (1977) de Frederik Pohl o «Titán» (1979) de John Varley.

Se trata de un subgénero que suele precisar de las herramientas del hard para proporcionar un escenario aceptable para el lector de ciencia ficción (debe ser al menos plausible científicamente, o estamos hablando de fantasía, un género que por aquella época estaba en pleno redescubrimiento de la espada y brujería howardiana). «A vuestros cuerpos dispersos», sin embergo, es la excepción que confirma la regla, pues esta novela de Philip José Farmer crea un mundo singular sin justificaciones (de hecho, el Mundo del Río es un auténtico despropósito desde una perspectiva geológica). Para hacérnoslo tragar, recurre a un concepto genial (que de paso le da carta blanca para explotarlo ad infinitum), disfrazado con ropajes de la ciencia ficción más clásica (aunque, para lo que importa, bien podría haber recurrido a una solución mágica).

Avuestroscuerposdispersos

El Mundo del Río, que se nos presenta en esta novela, es un planeta surcado por un único río titánico, con una anchura media de dos kilómetros, que serpentea por ambos hemisferios en un recorrido de treinta millones de kilómetros, flanqueado por cordilleras más altas que el Himalaya que dejan como zona habitable el valle fluvial, de unos quince kilómetros de anchura. En esta ribera descomunal resucitan todos los seres humanos que jamás hayan existido sobre la faz de la Tierra (y que hayan llegado a los cinco años), para un total algo superior a treinta y seis mil millones de seres (la mayor parte de los siglos XX e inicios del XXI). En algún lugar del Mundo del Río ha vuelto a la vida Julio César, y Einstein, y Miguel Ángel, y Hitler, y Charles Mason, y hasta el último funcionario de correos, soldado, taxista y, en definitva, hijo de vecino que haya honrado o deshonrado con su presencia a la humanidad.

Todos despiertan desnudos, con un cuerpo de veinticinco años en perfecto estado, sin ninguna tara que pudiera haberle aquejado en su vida anterior, e inmortales. Bueno, no del todo, los habitantes del Mundo del Río pueden morir por algún accidente brutal (cualquier cosa que no mata, una amputación incluso, no resulta un problema duradero), pero incluso en este caso la persona se despierta al día siguiente en otro punto del curso del río, con sus recuerdos intactos, a modo de transmigración instantánea.

Las riberas del río carecen casi de todo. Los únicos animales son peces y lombrices de tierra, y existe cierta variedad de plantas (entre las que destacan un bambú de rápido crecimiento y algas en el lecho de la corriente). Las necesidades básicas las cubren los cilindros, una especie de termo que cada ser humano encuentra junto a sí al despertar y que tres veces al día, situado en un lugar específico, proporciona comida, bebida, ropa y drogas de distinto tipo (desde tabaco hasta una especie de chicle alucinógeno).

Riverworld

El protagonista de la novela es el explorador inglés Sir Richard Francis Burton, un personaje fascinante por sí mismo (entre sus múltiples hazañas, fue el primer occidental en completar un peregrinaje a la Meca y contemplar con sus propios ojos la Kaaba). Debido a un presumible error, se despertó unos segundos durante el proceso de resurrección masivo y luego, mientras la inmensa mayoría de humanos intentan adaptarse al nuevo ambiente (y recrear en la medida de lo posible las estructuras sociales y políticas que les son conocidas), se obsesiona con desentrañar los secretos del Mundo del Río, iniciando un viaje hacia su fuente (tal y como el personaje histórico buscó sin éxito las fuentes del Nilo). Dada la apabullante magnitud del curso (seguirlo le llevaría, aun sin contar con incidentes, varias vidas humanas), se embarca en la «ruta del suicidio», encontrándose con personajes (históricos y ficticios) de todo tipo (un cavernícola, el dirigente nazi Hermann Goering e incluso un extraterrestre, cuya raza quizás ocasionara el desastre definitivo que acabó con la humandiad, razón por la cual no hay nadie que haya vivido más allá de la primera década del siglo XXI).

Por desgracia, pese a un punto de partida tan excepcional, lo último que desea Farmer es cerrar la narración y atar cabos. Toda la novela no es sino una descripción del Mundo del Río y del misterio de los resucitados, así como una ocasión para que el autor haga gala de sus conocimientos enciclopédicos y juegue con personalidades históricas sacadas de su contexto (en general, incurren en los mismos errores que les caracterizaron en su vida anterior). A mitad del libro se incluye una subtrama con una de las entidades supuestamente creadoras del Mundo del Río rechazando los objetivos de sus congéneres y ayudando a Burton, aunque expuesto todo del modo más vago posible.

Resulta una lectura fascinante, pero a la postre hueca. Ni siquiera en sus continuaciones, por lo que he investigado (tan sólo he leído su continuación directa: «El fabuloso barco fluvial», protagonizada por Hal Clemens, o sea, Mark Twain, y con Juan sin Tierra como villano), llegan a desentrañarse todos los secretos ni a completarse ninguna argumentación cerrada sobre el ser humano (existe cierta lectura sobre la naturaleza del hombre como agente ético, capaz de lo mejor y de lo peor, siendo el Mundo del Río una especie de constructo para destilar la auténtica esencia de la humanidad). El problema está en que proporcionar las respuestas demasiado rápido se cargaría la utilidad de un escenario tan idóneo para dar rienda suelta a cualquier obsesión historicista. Le bastaba a Farmer con escoger los personajes que deseara, de cualquier época y lugar, para hacerlos interaccionar en un ambiente controlado (ni siquiera se veía en la necesidad de profundizar en los detalles de época, más a allá de los datos puramente biográficos). Así pues, aunque la tercera parte, «El oscuro designio» debía cerrar el ciclo, quedaron demasiados cabos sueltos que cerrar en «El laberinto mágico». Tantos que hizo falta otra novela, «Los dioses del Mundo del Río», y aún quedó material para varios cuentos (en los 90 abrió su universo a otros autores, que contribuyeron a dos antologías, «Tales of Riverworld» y «Quest for Riverworld»).

A vuestros cuerpos dispersos

En cualquier caso, por pura fuerza del concepto de partida, «A vuestros cuerpos dispersos» se ha erigido en un hito dentro de la historia de la ciencia ficción, reconocida por muchos aficionados como uno de los pináculos del género (de ahí el Hugo de 1972 y su segunda posición en los Locus de ese año, aunque curiosamente a los Nebula ni estuvo nominada).

Ya a título personal, la encuentro demasiado artificial para mi gusto. Prefiero las argumentaciones cerradas y «A vuestros cuerpos dispersos» es puro planteamiento, sin conclusiones de ningún tipo. La narración es efectiva, si bien no destacable en ningún aspecto. Mientras lo leía no dejaba de preguntarme si verdaderamente, con todos los personajes que pululaban por el Mundo del Río (Marco Polo, Alejandro Magno, Leonardo da Vinci, Sun Tzu, Newton…) era la historia de Burton la más interesante. Es que la competencia es feroz, así que no estoy seguro de que Farmer estuviera en la ejecución a la altura del extraordinario planteamiento que se había sacado de la manga. Tal vez el Mundo del Río sea demasiado desmesurado para que nadie pueda aspirar a sacarle todo el partido y deba quedar como una magnífica excusa para dar rienda suelta a pequeñas obsesiones personales y experimentos anacrónicos.

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en julio 27, 2009.

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