Naturaleza muerta

Tras su inmersión en la ciencia ficción con la trilogía de los Ojos Bizcos del Sol, Emilio Bueso regresa al terror con su novena novela, «Naturaleza muerta», que constituye además una suerte de amalgama de muchos de los temas y motivos que ya había tocado en títulos anteriores, desde la comunidad aislada que evoca a «Cenital«, al sustrato lovecraftiano que constituía la esencia de «Extraños eones«. Sin embargo, la conexión más directa, hasta el punto de existir un cameo sustancial de su protagonista, quizás sea con su primer (y seguro que más desconocido) libro, «Noche cerrada«.

Y es que tras ubicar sus cinco últimas novelas en países lejanos e incluso planetas extrasolares, regresa a ambientaciones cercanas a casa; en particular, a cierta marisma castellonense (que no identifica explícitamente, pero que yo conozco de toda la vida porque veraneo a pocos kilómetros de ella), haciéndola el escenario de una historia de horrores cósmicos y sectas apocalípticas, o quizás de locura y síndrome de abstinencia; en cualquier caso, de aislamiento y renuncia, de retorno a unas raíces no tan idílicas, de personas masticadas y escupidas por una sociedad que se ha vuelto hostil para con sus propios integrantes. Son temas y motivos (el del pantano), muy propios del southern gothic (por ejemplo, «Un coro de niños enfermos«, de Tom Piccirilli), pero no estamos hablando de Alabama o Luisiana, sino de la costa valenciana, así que me voy a permitir etiquetarla como gótico levantino.

Naturaleza-muerta

Claudia, una ingeniera agrónoma urbanita de unos cuarenta años, ha tocado fondo. Tras un divorcio traumático, cada vez son menos las cosas que la atan a su antigua vida. Embutida de psicofármacos contra la depresión, aislada de sus antiguos círculos sociales y con una carrera profesional que va a la deriva, ha decidido reinventarse… radicalmente. Con sus últimos ahorros ha adquirido una alquería perdida en medio de una marisma castellonense que escapó de la locura urbanística de los setenta gracias a su declaración como parque natural, donde permanecen desperdigadas un puñado de construcciones antiguas, legalizadas a regañadientes en virtud de su preexistencia y que albergan a un conjunto dispar de ermitaños, cada uno con sus propios motivos para exiliarse del mundo.

Así, tenemos a Mara, una traductora de lenguas eslavas, aficionada a los licores caseros, que vive junto con un padre en avanzado estado de demencia senil y varios gansos de vigilancia; a Fermín, el típico vecino cotilla; al viejo veterinario conspiranoico; o al apicultor macizorro, que vende su miel orgánica a través de Instagram. El más pintoresco de sus vecinos, sin embargo, es Serguéi, el mafioso ruso de tres al cuarto, que ha llenado el pantano de esculturas grotescas y parece liderar su propia secta de pirados bajo el apelativo de Brujo de Larvas. A todos ellos se une Alicia, la segurata contratada para pasarse de tanto en tanto por allí y echar un ojo a los chaletitos de los domingueros, que es lo más parecido a la autoridad que se deja caer por la zona.

Naturaleza-muerta2

A Claudia no le cuesta mucho encajar. Ha ido buscando aislamiento y eso es lo que encuentra. Tras tomar la cuestionable decisión de cortar por lo sano con la medicación, se lanza a la tarea de comprobar cuánto de su conocimiento teórico es aplicable al trabajo real de agricultora de subsistencia, teniendo por toda compañía al gaterío asilvestrado que venía con la finca (de entre los que adopta, o es adoptada, por Mao) y con la ocasional visita estupefaciente de Mara. Por las noches, cuando se hace demasiado oscuro para trabajar, se distrae tocando y trata de no prestar mucha atención a las chifladuras que se intercambian en la red radiofónica local o pensar demasiado en el suicidio del antiguo inquilino.

Todo empieza a ponerse… raro, después de la gran tormenta. No tanto por las frecuentes conversaciones bidireccionales que entabla con Mao, o por su repentina obsesión morbosa con las anguilas (el bodegón colgado en su sala de estar podría tener algo que ver con ello, aunque los sueños que le suscita son quizás más húmedos de lo que le hubiera gustado). Lo peor es el acoso de Serguéi y su banda de pirados, obsesionados con no se qué mierda apocalíptica, que enlaza con la explosión de Tunguska y con una cosmogonía delirante que extraen de un tomaco titulado Los Misterios del Gusano que casualmente se había quedado en la casa de Claudia después de que su predecesor decidiera volarse la tapa de los sesos.

yuliy-yulevich-klever-the-younger-still-life-with-an-eel

«Naturaleza muerta» se nos muestra a través de fogonazos narrativos, como relámpagos que iluminan brevemente una noche de tormenta. Son cincuenta y cinco (en realidad cincuenta y seis) días con sus noches, en los que asistimos al progresivo descenso de Claudia hacia… ¿dónde? En realidad existirían dos posibles explicaciones a todo lo que se nos describe. Por un lado, podemos asumir que las extravagancias que se nos describen obedecen a algo tan prosaico como que a todos se les está yendo la cabeza. A Claudia por el síndrome de abstinencia (ayudado por la maría que no deja de consumir) y quién sabe si por algún desajuste más y a todos los demás por la exposición prolongada a los gases del pantano (tampoco es que ninguno fuera muy normal para empezar). También podemos entregarnos a la narración y aceptar que todo es verdad. Que en ese humedal perdido de la mano de Dios se ha librado una batalla entre el orden y el caos. Que se ha abierto un grieta hacia otras realidades y se ha establecido contacto con fuerzas para las que no somos sino larvas que roen el corazón de una manzana podrida.

Tampoco importa qué escojamos (personalmente, yo siempre opto por una opción muy orwelliana, que consiste en sostener ambas creencias simultáneamente, porque no quiero perderme nada). Porque tras toda esa parafernalia, sea cual sea la explicación que prefiramos (si es que preferimos alguna), «Naturaleza muerta» sigue hablándonos de alienación. La alienación de unos personajes para con la sociedad que los ha engendrado y de la que han renegado (un fenómeno cada vez más frecuente, espoleado por la reciente pandemia). Ese retorno a una falsa naturaleza ancestral no hace sino sublimar el sentimiento de obsolescencia que se agazapa también detrás de los delirios escatológicos del Brujo de Larvas y su panda de marginados.

Naturaleza-muerta3

De nuevo, como ya hizo en «Extraños eones», Emilio coopta elementos del maestro oscuro de Providence (aunque De Vermis Mysteriis lo imaginó Robert Bloch) para apuntar hacia el fin. El fin del universo, de nuestras esperanzas o de nuestra sociedad, no importa. El fin de algo que murió, aunque no nos hayamos dado cuenta, y que aguarda putrefacto a un nuevo inicio. El ciclo eterno de muerte y resurrección. Al mismo tiempo, «Naturaleza muerta» es un título algo más accesible que sus novelas precedentes (salvo quizás «Esta noche arderá el cielo«, que sigue una estrategia narrativa similar), porque nos va introduciendo poco a poco en la insania, cual un enorme cuerpo escamoso arrastrándose con suavidad por una acequia prosaica hasta que de repente, sin saber cómo, nos encontramos en medio de una laguna de aguas oscuras y misteriosas.

Que Mao nos pille confesados.

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en junio 6, 2024.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.