Morder el bordillo

El Puños es un neonazi (casi) de manual. Violento, ideológicamente motivado y.. bueno, no muy despierto. Cierto día, tras caer en una trampa urdida por un grupo de antifas y recibir una somanta de palos, experimenta una visión, en la que el mismísimo Heinrich Himmler le recibe en una especie de dimensión ultratérrena donde la espera nada menos que el dios Shiva, quien le previene de que el fin del mundo está cerca y él ha de ser la herramienta celestial para impedirlo. Es solo el primer mensaje de las divinidades. Habrá más. Los habrá peores.

«Morder el bordillo» (2020) es la nueva incursión en el bizarro de Alfredo Álamo tras «El detective que tenía mariposas en el estómago» (2018) (aunque la bizarrez le viene de lejos, que recuerdo perfectamente cuentos como «La cirujía del azar» o el resceptuoso «24 fotogramas y una cuchilla de afeitar» que ya eran totalmente bizarros hace dieciséis años). ¿Que qué es el bizarro? Pues no es fácil de explicar. Sería una especie de supragénero, que engloba múltitud de manifestaciones literarias procedentes de la fantasía, la ciencia ficción, el policíaco, el histórico… unificadas por una afinidad por lo extraño y por el firme propósito de abrazar esa rareza hasta sus últimas consecuencias.

Las primeras obras claramente identificadas con este movimiento (que tiene algo de surrealismo, algo de sátira y mucho de subversión) comenzaron a aparecer en torno al 2001 (aunque lógicamente hay precursores muy anteriores) y desde el 2005 se organiza en torno a una serie de microeditoriales independientes americanas, entre las que destaca Eraserhead Press. En España, la abanderada del bizarro es Orciny Press, que lleva desde el 2015 traduciendo títulos significativos anglosajones y promoviendo una comunidad bizarra española.

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Volviendo a «Morder el bordillo», lo cierto es que es de ese tipo de libros en los que no conviene entrar en excesivo detalle al reseñarlos, porque buena parte de su gracia consiste en zambullirse sin preaviso y dejarse arrastar por la locura (con método) que exhiben (así que, si deseáis parar de leer aquí, no solo lo entenderé, sino que os animo a ello si preferís llegar desprejuiciados al libro). Entre los elementos que pueden encontrarse en la novela tenemos a Arnold, el encarcelado líder neonazi, un pedazo bruto ante el que se manifiesta un Adolf Hitler liliputiense para dirigirlo como una marioneta hipertrofiada en una lucha de la que no sabe nada; el visionario papa Mateo I, de la Iglesia de la Virgen de la Palma Ardiente; Marisa, la tarotista, prima a su pesar del Puños; o, por supuesto, Hans, el koala nazi.

A base de leches, de revelación mística en revelación mística, el Puños se esfuerza por cumplir con la altas expectativas depositadas sobre su no muy impresionante persona. Todo ese asunto del apocalipsis le supera y lo de recibir instrucciones de parte de un judío, por muy dios que sea, no acaba de verlo claro… eso por no hablar de todos esos gitanos y vagos que no hacen más que robar a la gente decente y rapiñar paguitas por, básicametne, tocarse los cojones a dos manos todo el día. Por desgracia, le ha tocado el rollo profético ese, así que ha de armarse de paciencia aguantar los golpes y cumplir como buenamente pueda con su misión.

«Morder el bordillo» juega a entremezclar lo patético con lo sublime, haciendo sublime lo patético y patético lo sublime, hasta que la diferencia entre ambos se vuelve una mera cuestión de perspectiva. Esto es igualmente aplicable a los personajes, que resultan mucho menos rimbontantes de lo que ellos mismo piensan. Así, por ejemplo, el Puños es también Pedro, un infeliz chaval del Cabañal al que ni siquiera sus compañeros fachas tienen en gran consideración; Arnold es un gigantón que se deja manipular por un hitlerito que no pierde ocasión de recordarle que está ahí para obedecer órdenes, no para pensar; y el papa Mateo no es sino un currele infeliz, transformado en místico escatológico por un calambrazo accidental.

Lo más patético, sin embargo, es que todos ellos tienen un reflejo no demasiado distorsionado en nuestro mundo aparentemente «normal» (si es que nuestro mundo no es también bizarro), desde los grupúsculos fachas que tienen desde hace años su base de operaciones valenciana en el Cabañal (España 2000), hasta la Iglesia Palmariana de los Carmelitas de la Santa Faz, que han erigido su San Pedro particular no en Cofrentes, sino en el municipio sevillano de El Palmar de Troya. Pese al daño que hacen (y al pequeño poder que ostentan), no dejan de ser ridículos, y tal vez la mejor forma de ponerlo en evidencia sea dándoles el protagonismo de una novela tan premeditadamente rimbombante como «Morder el bordillo». Por todo ello, quizás fuera inevitable que el personaje más digno sea la única que acepta su patetismo y que comprende que es un fraude.

Hay, sin embargo, un detalle que no me ha convencido, aunque no puedo decidirme sobre si eso se debe a un error mío a la hora de establecer expectativas. El caso es que la conclusión se me ha antojado menos potente de lo que esperaba. El apocalipsis profetizado parece más bien una pequeña catástrofe de andar por casa, y aunque eso concuerda con el tema general de desinflar las pretensiones altisonantes de los patéticos engreídos, tampoco es algo que parezca a priori merecer una especial atención divina.

«Morder el bordillo», sin embargo, no deja de ser la historia del Puños, un niñato gilipollas exasperante, patético, descerebrado y violento… pero también de Pedro, el infeliz chaval que se desvió del buen camino y llegó a pervertir hasta su talento artístico para dibujar koalas, pero que a la postre encuentra una suerte de redención, desatando el nudo gordiano de su vida de un modo que, pese a todo, le confiere una pizca de dignidad. Sublime y patético al mismo tiempo, como cualquier ser humano… hasta una mala excusa de ser humano como él, cuyo camino de redención pasa necesariamente por recibir hasta en el carnet de identidad («Pégale al nazi. Salva el mundo.»).

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~ por Sergio en junio 15, 2022.

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