Tarzán de los monos

Uno de los personajes más icónicos del siglo XX nació en octubre de 1912, en las páginas de la revista pulp The All-Story, de la mano del escritor principiante Edgar Rice Burroughs. Lo cierto es que ya entre los meses de febrero y julio de aquel año Burroughs había publicado en esa misma revista su primera novela, «Under the moons of Mars» (que acabaría compilándose como «Una princesa de Marte» y daría inicio a la serie de Barsoom), pero fue aquélla, su segunda obra, «Tarzán de los monos» («Tarzan of the apes»), la que lo consagraría (y sobre la que edificaría un auténtico imperio que hoy en día tildaríamos de multimedia).

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Poco más de un siglo después, la serie cuenta con casi cuarenta novelas oficiales (veinticuatro de ellas escritas por Burroughs a lo largo de cincuenta y tres años), más de doscientas películas, seriales de radio, tiras de prensa, múltiples series de cómic… Eso por no hablar de las aportaciones no autorizadas o las copias más o menos descaradas. Todo ello cimentado en una novela de aventuras selváticas, inspirada en parte en «El libro de la selva» de Rudyard Kipling (1894-1895) y en no menor medida en ciertas teorías sociales imperantes en la época y ya descartadas que, mejor decirlo pronto, no se puede decir que sea precisamente buena (y habría buenos argumentos para defender lo contrario).

La historia, en sus aspectos más básicos, es de sobra conocida (tanto, tanto, que como suele ocurrir en estos casos, a menudo mucho de lo que se da por hecho corresponde en realidad a añadidos o modificaciones posteriores). John Clayton, lord Greystoke, y su joven esposa Alice se ven, tras un motín acaecido en el barco que los transporta, abandonados en una inexplorada región de la costa africana. A sus desesperada situación se le añade la circunstancia de que lady Alice está embarazada, y allí, en una cabaña que su marido construye en medio de la selva, da a luz a su hijo.

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Apenas un año después del nacimiento, la madre fallece, consumida por la dureza de la situación, y poco después el propio lord Greystoke muere a manos del salvaje Kerchak, el rey de los monos de la región. El caso es que forma parte de la partida una mona llamada Kala que acaba de perder a su hijo, y que ante la oportunidad que se le presenta no duda en intercambiar el pequeño cadáver por el bebé humano. Contra todo pronóstico, el pequeño no sólo sobrevive, sino que crece sano y fuerte (para ser un hombre), siendo adoptado por la tribu con el nombre de Tarzán.

Los siguientes capítulos siguen al pie de la letra el modelo de Kipling, presentando al joven Tarzán como un ejemplo prototípico (e ilustrado) del buen salvaje, sin contacto con la civilización pero poseedor, aun así, de una tendencia natural hacia los más altos valores humanos en su forma más pura, no contaminados por los males inherentes a la imperfecta sociedad. Al mismo tiempo, su capacidad atlética y sus sentidos se han desarrollado hasta alcanzar límites casi sobrehumanos, obligado a competir con criaturas mucho más poderosas físicamente. Esta visión idealizada alcanza su máxima cota cuando, tras descubrir la vieja cabaña de sus progenitores (aunque el sigue creyendo que su madre es Kala), aprende por sí mismo el idioma inglés, sólo a leerlo y escribirlo, a partir de los libros que descubre en un armario (desde cuadernillos infantiles hasta un diccionario).

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La existencia de Tarzán, que ha conquistado en lucha contra Kerchak la jefatura de su clan, se ve sacudida por dos intromisiones inesperadas. Por un lado, una tribu negra de caníbales, huyendo de la expansión del hombre blanco, se asienta en las cercanías de su «reino», poniéndolo en contacto con el arco y las flechas y otros elementos de la civilización como los atavíos ornamentales. Por otro, y más importante, se produce una repetición del motín y abandono de sus padres, aunque en esta ocasión los que son abandonados en aquel exacto punto de la costa con el profesor Archimedes Porter, su hija Jane, su subalterno Samuel T. Philander, una criada negra, Esmeralda, y ya rizando el rizo de las coincidencias implausibles, William Cecil Clayton, heredero de la baronía de Greystoke (que pasó al hermano del padre de Tarzán cuando éste fue declarado muerto).

Desde este punto en adelante, lamentablemente, cualquier atisbo de estructura o lógica (y no me refiero a una lógica realista, sino a la mínima muestra de lógica interna exigible a cualquier relato) se desmorona. Durante unos capítulos, todo queda reducido a Tarzán corriendo de un lado para otro salvando a tal o cual personaje (a los que se suma toda una compañía de soldados franceses… que también andan necesitados de socorro), enfrentándose a tal o cual bestia y realizando tal o cual proeza atlética. Lo cual, en tampoco es que esté mal. El problema surge cuando Burroughs trata de cohesionarlo todo, pues se ve obligado a recurrir a los trucos más burdos, las coincidencias más improbables y los errores más flagrantes.

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Como muestra un botón. El autor precisa denotar la separación entre el aspecto salvaje de Tarzán y su espíritu refinado, para ello hace que sus «invitados» crean que en algún lugar existe un «Tarzán» cultivado que no se muestra por algún motivo, delegando su labor en el bruto con el que interaccionan, y ello lo consigue apelando a que el joven sabe escribir, pero no hablar en inglés. Y escribir de forma correctísima, hasta el punto de que es capaz de deletrear su propio nombre… algo por completo imposible, pues ha quedado bien de manifiesto que en su cerebro no ha asociado las letras con fonemas (y no es una anécdota baladí, pues sobre esta confusión se sustenta buena parte de la segunda mitad de la novela).

En el último tercio plantea también una serie de conflictos, entre los que se cuenta un torpe triángulo amoroso entre Jane, Tarzán y William Clayton (complicado innecesariamente con la condición deJane de prometida forzosa de un usurero americano) y la hipotética reclamación del título de lord Greystoke, pero se esfuerza denodadamente por no resolverlos (si no, ¿qué quedaría para futuras entregas?). Al mismo tiempo, lleva a toda velocidad, y en su mayor parte fuera del foco narrativo, al salvaje hombre-mono, que jamás había tenido contacto con sus semejantes, a codearse sin problemas con lo más avanzado de la civilización occidental. Un desastre en toda regla, que en cualesquiera otras circunstancias hubiera condenado sin duda a la novela al olvido, tal y como sucedió con buena parte de sus compañeras de mercado.

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Sin embargo, algo tiene «Tarzán de los monos» que la hizo conectar inmediatamente con la sociedad de su época (luego, tampoco hay que despreciar el talento como comercial de Burroughs, que supo reconocer al instante las oportunidades de negocio del personaje). Ese algo quizás tenga que ver con la actualización de uno de los más poderosos arquetipos que conforman el yo más profundo del ser humano, el del hombre-salvaje, un arquetipo que podemos rastrear hasta los inicios mismos de la historia escrita y que quizás se originó en el neólitico, cuando los primeros asentamientos humanos permanentes establecieron una clara frontera entre la vida urbana artificial y el entorno salvaje (así como entre ganaderos/agricultores y cazadores/recolectores).

La primera encarnación de este arquetipo de la que tenemos noticia es Enkidu, el rival/amigo de Gilgamesh en una epopeya con más de cuatro mil años de antigüedad, y desde entonces reaparece una y otra vez, bajo una forma adecuada a la civilización, ya sea como faunos, silvanos, sátiros o elfos, y revestido con distintos atributos (y a veces entremezclado con otros arquetipos) a constituido la base de personajes como el Caballero Verde de las leyendas artúricas o Robin Hood. A principios del siglo XX, Tarzán, un hombre blanco criado por animales en el corazón de la misteriosa África negra, asumiendo el papel de protector de hombres ablandados por la sociedad, inermes ante los golpes que les propina el destino, representaba justo lo que el público requería en ese momento concreto del arquetipo: un retorno a lo natural, sin renunciar por ello a los beneficios de la civilización, reafirmando la esencia hombre tradicional frente a la deshumanización propiciada por el industrialismo y un cambio acelerado hacia una vida más urbana.

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Esta fuerza arquetípica le permitió conquistar pronto las tiras de prensa (adaptado inicialmente por Hal Foster, a partir de 1929) y trasladarse con gran éxito al cine (tan pronto como en 1918, con la etapa más conocida e influyente, la de Johnny Weissmuller, iniciándose en 1932). También lo convirtió en referente ineludible para muchas manifestaciones posteriores del arquetipo del hombre-salvaje, tales como Conan el bárbaro (creado por Robert E. Howard en 1932), Superman (Jerry Siegel, 1933), el Hombre Enmascarado (Lee Falk, 1936) y así hasta conforma una larga lista (Ka-Zar, Sheena, Namor…). En definitiva, lo ha mantenido vigente hasta nuestros días, y en tan buena salud que en pocos meses nos llega una nueva superproducción que aspira a adaptarlo con mayor fidelidad de la habitual (por ahora, la plasmación cinematográfica más fiel, al menos en su primera parte, es «Greystoke: La leyenda de Tarzán, el rey de los monos», de 1984).

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en febrero 19, 2016.

Una respuesta to “Tarzán de los monos”

  1. […] Tarzan de los Monos […]

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