La leyenda de Tarzán

Quince años ha costado llevar a puerto la nueva adaptación cinematográfica (en imagen real y con cierta ambición) de uno de los personajes más icónicos del siglo XX, creado por Edgar Rice Burroughs en 1912 para la novela “Tarzán de los monos” y protagonista de más de medio centenar de novelas oficiales, tiras de cómic, seriales televisivos y radiofónicos y docenas de películas. Parte del problema reside en que ya no estamos en el siglo XX, sino bien entrados en el XXI, y el rey de la selva precisaba de una actualización que le permitiera reconectar con sensibilidades muy diferentes de aquéllas que la vieron nacer (como iteración del arquetipo del hombre-salvaje).

No cabe duda de que este propósito estuvo muy presente en las mentes de los responsables del proyecto (tras descartar una aproximación más ligera, en la línea de las series de Piratas del Caribe o la Momia, con dirección precisamente de Stephen Sommers). Como ya ocurrió con la interpretación de Robert Zemeckis de la historia de Beowulf, se imponía un proceso de remitificación, que deconstruyera al personaje y lo recompusiera en su versión 3.0 (al menos, si tenemos en cuenta que el Tarzán cinematográfico clásico es ya muy diferente del literario).

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¿Hasta qué punto ha tenido éxito el equipo formado por David Yates (dirección) y Craig Brewer y Adam Cozad (guión)? Permitidme primero presentarla por encima y analizar otros aspectos de la película.

Tras una breve escena introductoria, la acción se centra pronto no en África, sino en Inglaterra, donde vive desde hace una década Lord Greystoke (Alexander Skarsgård) con su esposa Jane (Margot Robbie). Allí, recibe el requerimiento del rey de Bélgica para viajar de vuelta al Congo en misión diplomática. Lo que él no sabe (aunque nosotros sí), es que todo ello no es sino parte de un plan para atraerlo de vuelta a la jungla y entregarlo al jefe Mbonga de Opar (Djimon Hounsou), que se la tiene jurada, a cambio de un cofre de diamantes. Esos fondos resultan necesarios para que el enviado especial de Leopoldo de Bélgica, Léon Rom (Christoph Waltz), pague a un ejército mercenario de ocupación. A lord Greystoke y su esposa los acompaña un americano, George Washington Williams (Samuel L. Jackson), interesado en averiguar la verdad tras los rumores sobre los excesos colonialistas belgas (con la esclavización de la población indígena como resultado probable).

La película hace varias cosas bien. Por un lado, soslaya el problema que a menudo lastra a los reboots, contando de nuevo la historia de la infancia y juventud de Tarzán a través a flashbacks muy cortitos, distribuidos en una suerte de narración paralela entrelazada con la trama principal (de paso, sirven para explicar a su debido tiempo el motivo de la animadversión de Mbonga). También procura romper desde el principio con la imagen habitual de Tarzán como un bruto medio tonto, haciéndole viajar desde el refinamiento de Inglaterra a un regreso progresivo a la jungla y al salvajismo (privándolo además, poco a poco, de piezas de ropa).

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Otras no le salen tan redondas. Se notan en exceso los esfuerzos por construir una narración políticamente correcta, a partir de un personaje nacido en otra época (antes incluso de la Primera Guerra Mundial). Así, Jane es un personaje femenino fuerte… demasiado fuerte, casi hasta el extremo de la parodia. El guión no pierde ocasión para demostrar que no es un personaje pasivo cuya única razón de ser es poner de manifiesto la ruindad del malo y ofrecer ocasiones de lucimiento al héroe; y al final tanta insistencia logra conferirle al asunto un aura de artificiosidad que ni siquiera la enérgica presencia de Margot Robbie (lista para saltar al siguiente nivel en un par de semanas con “El Escuadrón Suicida”) logra disimular.

Del mismo modo, la insistencia en el mensaje antiesclavista peca de falta de sutileza. No era mala idea el transformar a Tarzán del icono tardo-colonialista idealizado que era en sus orígenes (recuerdo aquí que su presentación en sociedad es anterior a la Primera Guerra Mundial, en el contexto de una nación que estaba presentando sus credenciales de potencia emergente) a un defensor, por adopción, de todo lo africano. De hecho, en la propia película se menciona en un par de ocasiones el mito de Tarzán, como una figura negativa en sus orígenes, que tras crecer y adquirir conciencia de su posición se metamorfosea en poco menos que un embajador entre el mundo humano y el animal (y, por supuesto, en un amigo y protector de los nativos).

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En ese punto se centran los esfuerzos remitificadores. El Tarzán de 2016 no puede ser el mismo de 1912, ni tampoco el que popularizó en los años 30 y 40 Johnny Weissmuller. Ya no es el blanco que por capacidad innata (y desinhibición animal) se transforma en rey de la jungla, sino que ahora la relación es más simbiótica. Lo suyo es más una reconexión, propiciada por las particularidades de su infancia, con la naturaleza en su estado más puro. El problema de todo ello es, de nuevo, la desesperación con la que el guión trata de vendernos la idea, llegando a extremos realmente absurdos con tal de resaltar la nobleza de los indígenas en cualquier situación y las aviesas intenciones de los extranjeros (belgas, por supuesto, que viendo la película podría pensarse que los ingleses no tuvieron arte ni parte en todo ese invento del colonialismo… o que todos los “problemillas” de la población negra de los EE.UU. se habían solucionado con su Guerra Civil).

Por completar la lista de desaciertos, me veo obligado también a apuntar fallos de ritmo (se notan las tijeras, así que posiblemente hay por ahí un montaje mucho más fluido en dos horas y media; sólo que la historia no justifica una duración mayor de los 110 minutos oficiales, así que ahí hay un grave error de planificación), una aburridísima banda sonora de Rupert Gregson-Williams (que se limita a calcar el típico sonido de la factoría Zimmer y a proporcionar solemnidad cuando lo que requieren las imágenes es emoción) y, sobre todo, una alergia absoluta hacia lo fantástico. El guión recoge varios elementos de las novelas originales, por ejemplo del segundo tomo, “Tarzán y la joyas de Opar”, pero ahí donde Burroughs imaginaba civilizaciones perdidas, hombres-leopardo de verdad y mil y un misterios nunca antes revelados al hombre blanco, la película opta siempre por la explicación más prosaica, más realista, más cotidiana (llegando incluso a disculparse en cierta forma por la conexión especial de Tarzán con los animales, para la que apunta incluso a una explicación racional).

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Por otro lado, son innegables los grandes aciertos de la adaptación. Iconográficamente, Alexander Skarsgård es de todos los actores que han encarnado al personaje el que mejor ha logrado transmitir su doble naturaleza (civilizada/salvaje). A decir verdad, todo el reparto está perfectamente escogido, y si Jane, por ejemplo, logra emerger pese a todo como un personaje real es gracias al carisma de Margot Robbie. Visualmente, la jungla del Congo es también una maravilla (aunque quizás se abuse un poco de una paleta de colores fríos). El problema, claro está, es que unos pocos meses antes “El libro de la selva” ya nos ofreció eso mismo, aunque mejor.

También he de matizar que, pese a criticar ciertos aspectos de la ejecución, el plan para actualizar el personaje me parece muy sólido, y el que se les vaya un poco la mano (por falta de confianza en los espectadores, supongo), no invalida que la dirección en que apuntan sea a grandes rasgos la correcta (sólo lamento de verdad la proscripción de la fantasía; ¿qué sentido tiene buscar los límites de las tierras exploradas si ni siquiera allí podemos dejar un hueco a lo asombroso?). “La leyenda de Tarzán” es pues una película de aventuras sólida, quizás un poco sobredimensionada (no sé a quién se le ocurrió que era una buena idea gastar 180 millones de dólares en ella), pero honesta. Eso sí, ojalá se hubiera quitado de encima todos los complejos y hubiera abrazado de verdad su naturaleza pulp (actualizándola, sí, pero no disimulándola). Total, los críticos, con su miopía tradicional, tampoco han aceptado esta versión suavizada (en claro contraste con el público en general, que la ha recibido mucho mejor), y Tarzán nunca pretendió ser un personaje realista. Tarzán es mucho más que eso. Es un mito, y el que se vea obligado a actualizarse para seguir resonando en nuestro mundo moderno no es razón suficiente para hacerlo renunciar casi por completo al misterio.

~ por Sergio en julio 29, 2016.

2 respuestas to “La leyenda de Tarzán”

  1. Por lo qe dices, en algunos aspectos es cercana a la de «Greystoke, la leyenda de Tarzán» huyendo no solo del fantástico, sino de cualquier elemento no realista. Había leído por ahí que era una nolanización del mito, lo cual parece que un poco sí. Por lo menos si está bien, bienvenido sea.

    • «Greystoke» pretendía un mayor realismo, aquí dejan entreabierta una pequeña puerta a lo extraordinario, pero ahora que lo comentas, sí que tiene algo de nolanización (cuánto daño está haciendo ese hombre al fantástico).

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