La hija del rey del País de los Elfos

Edward (John Moreton Drax) Plunkett, decimoctavo barón de Dunsany, es una figura clave en el desarrollo de la literatura fantástica moderna. Polifacético literato, su obra ha influido a generaciones de escritores, desde H. P. Lovecraft (sobre todo en su etapa onírica, aunque cabe destacar que “Los dioses de Pegāna” inspiraron el panteón en torno al cual se configurarían sus Mitos) hasta Neil Gaiman (“Stardust” bebe directamente de la novela que nos ocupa), pasando por J. R. R. Tolkien (muchos han sido los que han encontrado aquí la semilla de las historias de Beren y Luthien o Aragorn y Arwen).

En una época (y en un país) hechizado por los cantos de sirena de la industria y la ciencia, tuvo que pagar por la publicación de su primera antología de cuentos fantásticos (firmados, al igual que el resto de su obra, como Lord Dunsany), hecho que no volvió a repetirse en más de sesenta títulos distribuidos a lo largo de medio siglo (desde 1905 hasta 1957). Tras una primera etapa centrada principalmente en el cuento breve fantástico, alcanzó la fama internacional con sus obras de teatro, pasando a centrarse en la novela a partir de 1920 (sin descuidar la producción de poesía y teatro), tocando la fantasía, la ciencia ficción, el horror y el misterio… entre otras obras realistas e incluso de ensayo. Por si ello no fuera suficiente, llegó a ser campeón de tiro de Irlanda, maestro ajedrecista, jugador de cricket, defensor de los derechos animales (y, paradójicamente, entusiasta cazador), presidente de la delegación local de los Boy Scouts y veterano de la Segunda Guerra de los Boer y la Primera Guerra Mundial.

«La hija del rey del País de los Elfos» («The king of Elfland’s daughter», 1924) es su segunda novela y, a juicio de muchos, la obra cumbre de su carrera. Con ella regresó a la fantasía feérica y la prosa poética y algo enrevesada de sus inicios, aunque con un mayor control estilístico y una fuerte carga alegórica metarreferencial, ausente en sus cuentos de juventud.

En ella, los habitantes del valle del Erl acuden ante su señor movidos por el deseo de ser gobernados por un líder que tuviera algo de magia (lo cual daría fama al poblado). Atendiendo a sus deseos, éste encomienda a su hijo Alveric la misión de cruzar la barrera del crepúsculo que separa el mundo natural de las tierras mágicas del País de los Elfos, con el propósito de encontrar a la hija del rey y traerla consigo de vuelta a los campos que conocemos para desposarla.

Armado con una espada mágica conjurada por la bruja Ziroonderel, se alza triunfante en su empeño, logrando enamorar y llevarse consigo a Lizarel, la hija del rey del País de los Elfos, con quien tiene un hijo al que llaman Orión. Mas el padre no se resigna a perder a su hija en las tierras sobre las que el tiempo ejerce su dominio, y en virtud de la magia de una de las tres grandes runas de que dispone la recupera, retirando con un gesto el País de los Elfos del alcance de Alveric y el resto de los hombres. Atenazado por el dolor de esta separación (culpa en parte suya), Alveric parte con otros cinco soñadores (un pastor, un poeta, un enamorado, un hechizado por la luna y un loco) en pos del reino fantástico y de su amada, mientras Orión queda en Erl, donde crece huérfano como un gran cazador, a la espera de que se manifieste la mitad mágica de su herencia y colme (o incluso sature) las expectativas sobre él depositadas.

“La hija del rey del País de los Elfos” es una obra que de describirse con una sola palabra cabría calificar de preciosa. Recogiendo la herencia del folclore irlandés, los cuentos tradicionales (de los hermanos Grimm y, sobre todo, Hans Christian Andersen, cuya sirenita es explícitamente homenajeada en la novela) e incluso la mitología grecolatina (en la forma del mito de Perséfone), la novela se configura como la antecesora directa de la fantasía épica (el High Fantasy anglosajón, aunque muchísimo más contemplativa, primando el deleite por las descripciones sobre la acción). Sin embargo, lo que la hace trascender y superar la lógica tosquedad de quien explora territorios nuevos es que, más allá de la trama en sí, constituye un entusiasmado canto de amor hacia la fantasía.

La búsqueda que, pese a la incomprensión y las burlas, emprende Alveric es la del propio Lord Dunsany, empeñado en adentrarse en territorios que los habitantes de los campos que conocemos (la poética metáfora con que se refiere a la realidad cotidiana) se niegan incluso a mirar (especula sobre si presas de un desengaño tras contemplarlos en la niñez). La propia actitud de los habitantes de Erl, una vez Orión empieza a cazar unicornios y la magia llega al valle, es de rechazo, de miedo ante un exceso de magia, siendo la máxima expresión de este miedo la personificada en el Libertador (el sacerdote de la aldea). Se trata, obviamente, de una enmascarada acusación hacia el cristianismo (al que nunca se identifica como tal), que combatió y proscribió a la magia y llevó a la gente a dar la espalda a los seres fantásticos de la tradición pagana.

No es que Lord Dunsany reniegue de la religión para abrazar el paganismo, sino que anhela la fuerza enaltecedora que la magia y la fantasía pueden llegar a ejercer sobre un espíritu humano demasiado apegado el materialismo, reconociendo de paso el conflicto que aún hoy parecen encontrar algunos y que ha llevado incluso a la condena de obras como Harry Potter por parte de líderes religiosos (anhelantes, quizás, de eliminar competencia en tales ámbitos).

“La hija del rey del País de los Elfos” es la crónica de un empeño que muchos tildarían de locura, de una travesía plagada de sinsabores y lastrada por la incomprensión, una búsqueda a contracorriente en pos de la maravilla pura que es la fantasía, encarnada en la novela en Lizarel. A la postre constituye, por supuesto, la celebración del éxito en este loco anhelo, cuando los diques se derrumban y el País de los Elfos inunda con su magia los campos que conocemos, iluminando las vidas de quienes se conformaban con un poco de su encanto, sin ser conscientes de que debe ser todo o nada.

En una época y lugar en que la fantasía no parece gozar de mucha mayor simpatía de la que despertaba en la Irlanda de hace un siglo, el mensaje de esperanza para quienes apreciamos el género fantástico de esta novela de Lord Dunsany sigue conservando plena vigencia. No hay que desesperar. El premio, cuando llegué, compensará con creces cualquier esfuerzo o desengaño, e incluso si la inercia es más fuerte y no estamos nosotros destinados a disfrutarlo, es una empresa digna de soñadores, locos o poetas.

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en agosto 8, 2012.

4 respuestas to “La hija del rey del País de los Elfos”

  1. Uno de los libros que más me han marcado. La conclusión es magnifica.

  2. Hola, me encanta tu blog. Me ha llamado tanto la atención esta reseña que me preguntaba si podrías recomendarme cual consideras que es la mejor edición publicada en España. Veo tres a la venta.

    Un saludo

    • Gracias. Tan solo existen dos traducciones. La mayor parte de las ediciones utilizan la de Rubén Masera de 1983 (mi lectura fue en una de ellas), mientras que Alfabia optó en 2012 por retraducir de la mano de Marian Womack. Me temo que no dispongo de referencias para determinar cuál pueda ser mejor (aunque Dunsany es muy, muy peculiar; si puedes leer un par de páginas de muestra de cada una, seguro que te será fácil percibir cuál es la más poética… y por tanto la más fiel).

  3. […] Imagen tomada de: https://rescepto.wordpress.com/2012/08/08/la-hija-del-rey-del-pais-de-los-elfos/ […]

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.