Los reyes de las estrellas

Dos son los grandes nombres propios de la space opera en su encarnación original: E. E. Doc Smith y Edmond Hamilton.

Hamilton inició su carrera en 1926, en las páginas de Weird Tales (revista que le publicaría 79 historias a lo largo de una colaboración de veintidós años) y pronto estuvo publicando en todas las revistas pulp dedicadas a la ciencia ficción (y en unas cuantas orientadas hacia el horror y las historias de detectives). Su mayor contribución fue quizás la autoría de la mayor parte de las novelas del Capitán Futuro, un serial publicado entre 1940 y 1944, que continuaría esporádicamente en las páginas de Startling Stories hasta 1951 (la aportación de Hamilton consistió en diecisiete novelas y siete relatos).

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Pese a la popularidad que cosechó en su tiempo, lo cierto es que Edmond Hamilton, al contrario que su colega y amigo Jack Williamson, jamás supo evolucionar más allá de las fronteras del pulp. Cuando la vanguardía de la ciencia ficción empezó a explorar planteamientos más científicos bajo el impulso de John W. Campbell, él siguió escribiendo aventurillas espaciales superficiales, y seguía haciéndolo cuando la revolución de la New Wave sacudió el panorama.

Como muchos otros escritores (su mujer Leigh Brackett, una de las grandes cultivadoras del Planet Opera, por ejemplo, quien en 1955 centró su actividad en el cine y la televisión), acabó encontrando refugio en otros pastos. En concreto, entre 1946 y 1966 se convirtió en guionista habitual para títulos de DC Comics (especializándose en Superman, Batman y la Legión de Super-héroes).

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«Los reyes de las estrellas» («The star kings», 1949) fue uno de los últimos grandes títulos de la space opera pulp (por entonces, Wilson Tucker ya se había inventado ese término, en su origen peyorativo, para denostarla). La novela copia sin rubor a diestro y siniestro, para contarnos la historia de John Gordon, un terrestre (veterano de guerra) que cierta noche recibe la asombrosa oferta de intercambiar transtitoriamente su mente con Zarth Arn, príncipe de la Galaxia Media, al mayor imperio interrestelar en una Vía Láctea doscientos mil años en el futuro (antes se planetaban las historias a lo grande… aunque luego todos esos siglos de adelanto no se vieran por ningún lado).

Las cosas, por supuesto, no salen como estaban planeadas. Casi apenas llegado, Gordon (o Zarth) sufre un intento de secuestro que le cuesta la vida al científico que es el único conocedor de la situación, es conducido a Throon, la capital en la lejana Canopus, es informado de la inminente guerra con la Liga de las Sombras (una poco disimulada Unión Soviética) y, acto seguido, de su boda de estado con la reina Lianna. Así pues, ignorante de casi todo, John Gordon se ve obligado a interpretar el papel del príncipe en medio de una crisis monumental… con la dificultad añadida de que se enamora de Lianna, complicando sobremanera lo que tan sólo tenía que ser un matrimonio político.

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De complot en complot, va saltando entre los distintos mundos, ora invitado de unos, ora prisionero de otros, tratando de mantener viva la impostura y guardian (o eso creen los demás) del secreto del disruptor, un arma terrible sobre la que por siglos ha fundamentado su hegemonía la Galaxia Media. Naves sombra, pistolas atómicas, monstruos alienígenas gelatinosos (lo más creativo del libro), registradores cerebrales, estéreo-comunicadores  y demás parafernalia futurista dan un toque exótico a lo que no pasa de intriga palaciega, estructurada siguiendo el modelo de «El prisionero de Zenda» (Anthony Hope, 1894; con algún toquecito de «Príncipe y Mendigo» de Mark Twain, 1881).

Pero no se queda ahí la cosa. La terrible arma secreta del imperio, que sólo puede ser utilizada por los príncipes herederos, retrotrae a obras anteriores (y mejores) como el ciclo de los Hombres de la Lente de E.E. Doc Smith (véase «Triplanetaria«) o «La legión del espacio» de Jack Williamson. Sólo que Edmond Hamilton no está a la altura del exceso pirotécnico de Doc Smith ni de la inventiva de Williamson, con lo que si a ello sumamos diez o quince años de retraso… Digamos que en la comparación no sale muy favorecido. Y no empecemos a señalar las similitudes, empezando por el nombre del protagonista, con Flash Gordon (aunque John se enfrenta a un tal Shorr Khan, que tiene menos de Ming que de Stalin, por eso de conectar con las preocupaciones contemporáneas).

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«Los reyes de las estrellas» fue una obra que nació ya desfasada, con incongruencias tan llamativas como el que utilice puntos cardinales para denotar ubicaciones en el espacio ( «al este de Deneb», por ejemplo). A su favor, por supuesto, cuenta con un ritmo que no decae un instante y que invita a desconectar el cerebro (requisito imprescindible para disfrutar, aunque sea someramente, de la historia). Lectura ligera, muy ligera, que difícilmente justifica (a no ser por pura nostalgia) la vigencia, al menos editorial, que ha mantenido con los años.

En 1968, a instancias de su editor francés, compuso un fix-up con cuatro novelas cortas (dos de ellas inéditas hasta el momento) que tituló «Return to the stars» (y que cuenta con críticas mucho menos benignas que la obra original). Por último, este mismo año se ha publicado «The last of the stars kings», una compilación de dos historias «perdidas» supuestamente pertenecientes al ciclo (la una ambientada milenios antes y la otra milenios después, escritas en 1957 y 1958).

Otras opiniones:

~ por Sergio en junio 30, 2014.

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