El hobbit: Un viaje inesperado

No voy a realizar una crítica al uso de esta primera parte de la trilogía de «El hobbit» de Peter Jackson. A decir verdad, no podría. Para poneros en antecedentes, leí la novela por primera vez a los siete u ocho años, y al menos una docena de veces más desde entonces. Es muy probable que aquella lectura (junto con la de «La historia interminable» por las mismas fechas) estableciera inconscientemente mi estándar para juzgar a toda la fantasía posterior (no es de extrañar que poco, muy poco, estuviera luego a la altura). Así que mi experiencia como espectador tal vez sea demasiado personal para que compartirla sea relevante.

Permitidme, por tanto, reducirla a unas pocas frases: Hay cambios y añadidos; algunos justificables, otros no tanto. Narrativamente sobran al menos cuarenta minutos de metraje. Peter Jackson sigue dejándose llevar en ocasiones por el exceso. Todo ello no importa lo más mínimo. Es la obra de un enamorados de la historia de Bilbo para enamorados de la historia de Bilbo. El resto del público podrá disfrutarla en mayor o menor medida, pero nunca apreciarla en todos sus matices.

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En lo que sí podría explayarme es en un aspecto fascinante del proyecto, al menos desde el punto de vista creativo. Me refiero a los enormes escollos que presentaba la adaptación y el modo en que han sido resueltos por el cuarteto de guionistas (Peter Jackson, Fran Walsh, Phillipa Boyens y Guillermo del Toro). Es posible que entre en detalles que, si aún no habéis visto la película, no queráis saber, así que proceded con precaución.

Primero glosaré brevemente los retos:

El tono de «El hobbit» difiere en gran medida del de «El Señor de los Anillos». Allí donde la primera es una historia fantástica infantil, repleta de aventura y humor (a veces rayando en lo absurdo), la segunda es una epopeya grandiosa, de enorme profundidad temática y referencial. Presentada como precuela, «El hobbit» debía respetar el espíritu de la obra original al mismo tiempo que no desentonar con la primera trilogía. El mismo Tolkien desistió, en la década de los sesenta, de su intento de reescribir su primera novela de acuerdo con el estilo de su «continuación».

Reincidiendo en su vocación infantil, «El hobbit» narra una aventura episódica, en la que casi el único arco dramático de orden superior es el viaje en sí mismo. Por la misma razón, la resolución de los conflictos suele ser simple, con un mínimo de planteamiento y un desenlace simple y directo. La decisión de dividir la acción en tres películas no hace sino agravar este problema, obligando a establecer un propósito específico y un clímax para cada una, al tiempo que se trabajan las conexiones de orden superior (por no hablar de las conexiones con la primera trilogía).

Existen al menos quince protagonistas que desarrollar en mayor o menor medida (los trece enanos, Bilbo y Gandalf), al tiempo que un antagonista, Smaug, que no interviene en la acción hasta el último tercio de la novela. Pese a ello, sólo el mediano está lo suficientemente desarrollado en la novela como para proporcionar un personaje cinematográficamente atractivo (sobre todo si extendemos la historia a lo largo de tres películas).

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La lista podría ampliarse y ampliarse, pero con esto ya tenemos suficiente para convertir la labor de adaptación en una pesadilla. A lo largo de los próximos párrafos trataré de exponer cómo las soluciones a estas dificultades están cuidadosamente pensadas para apoyarse mutuamente, de forma que un mismo recurso sirva para apuntalar varios aspectos del problema.

Así, por ejemplo, para solucionar el asunto del antagonista, «El hobbit» reinventa el personaje de Azog, el rey de los orcos de Moria, cuya vida entremezclan con la de su hijo Bolgo para presentarlo como enemigo personal de Thorin Escudo de Roble (así como villano de nivel medio de la trilogía, que al igual que con la anterior empieza a bajo nivel, guardándose en la recámara, si bien presentándolos de forma tentadora, tanto al Nigromante como a Smaug). Su persecución de la compañía y del rey enano, que concluirá apoteósicamente durante la Batalla de los Cinco Ejércitos, sirve de hilazón dramática y confiere peso al personaje de Thorin, que a su vez toma prestados rasgos de Dain II para estrechar su relación con Azog (asume su protagonismo en la batalla de Azanulbizar).

Esto, a su vez, amplia las facetas del líder enano, que sirve de nexo común de las que se configuran como las dos relaciones principales de la trilogía. Por un lado su antagonismo con Azog (ya expuesto) y por otro su relación con Bilbo, que evolucionará desde la desconfianza al respeto (en esta primera entrega), y de ahí a la «traición» y enemistad cuando sucumba al ansia por el oro que ya en el prólogo se nos presenta como una de las características más distintivas de su abuelo Thrór. De igual modo, es el centro de gravedad en torno al cual gravitan el resto de los enanos (sobre todo Balin, Fili y Kili). El resto debe recurrir a cierta caricaturización para adquirir rasgos distintivos (lo cual también ayuda a aligerar el tono de la historia). Así como se erige en el elemento clave en torno al cual se escenifica la animadversión entre elfos y enanos (otro arco dramático que no hallará solución hasta la Batalla de los Cinco Ejércitos). Aunque Bilbo sigue siendo tanto el narrador como el personaje central, Thorin Escudo de Roble queda configurado, merced unos pequeños y cuidadosos retoques, como ancla temática de la trilogía.

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Lo cual deja a Gandalf libre para servir de enlace con la trilogía original. Su personaje es el encargado de recordar al espectador lo que está en juego, así como de explicar cómo los acontecimientos de «El hobbit» influirán en la historia de la Tierra Media sesenta años después. Es decir, lo es salvo en la escena crucial del encuentro entre Bilbo y Gollum, en el que Peter Jackson recurre a referencias visuales (el Anillo rebotando sobre la piedra o introduciéndose en el dedo de Bilbo como más tarde lo haría en el de Frodo en el Poney Pisador) o a tics de Gollum que evocan momentos de «El Señor de los Anillos».

Esta escena, correspondiente al capítulos «Acertijos en la oscuridad», es una muestra perfecta de cómo ser extremadamente fiel al original literario al tiempo que se reconocen y aplican los cambios necesarios para que la historia funcione en un medio diferente. También es la única que, por simultaneidad con las peripecias de enanos y trasgos, rompe un poco el esquema general de la adaptación que expongo a continuación.

Tras un prólogo (quizás un poco largo) que sirve tanto para establecer la relación con «El Señor de los Anillos» como para ponernos en antecedentes sobre la conquista de Erebor por parte de Smaug, el resto de la película consiste en una serie de actos que replican la secuencia capitular de la novela.

Así pues, empezamos con la invasión de Bolsón Cerrado por parte de los enanos («Una tertulia inesperada»), pasando al encuentro con los trolls («Carnero asado»), el paso por Rivendel («Un breve descanso»), el cruce de las Montañas Nubladas («Sobre la colina y bajo la colina», entrelazado con «Acertijos en las tinieblas») y terminando con el encontronazo (y derrota) climático con Azog y la salvación in extremis de la compañía («De la sarten al fuego»), dejando por cierto la acción justo a antes de la recapitulación de la escena de «un amigo o dos» en la casa de Beorn, que servirá para abrir la segunda entrega.

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Si se examina con atención, se podrá apreciar cómo es una estructura muy apropiada para una primera parte de una trilogía. La razón es muy simple, se ajusta a la perfección al camino del héroe campbelliano, modelo de casi todas las grandes trilogías cinematográficas modernas (empezando por «La Guerra de las Galaxias»). Tolkien escribió su obra mucho antes de que Joseph Campbell expusiera su tesis (en la que se basó George Lucas), pero como experto mitólogo por mérito propio ajustó su historia inconscientemente a los parámetros arquetípicos. Sirva esta curiosidad como un pequeño granito de arena para justificar la decisión creativa de transformar en trilogía un libro de doscientas y pico páginas (me reservo cualquier valoración hasta poder juzgar la obra completa).

Añádanse unas pizcas de humor para acercar el resultado al tono de «El hobbit», unas escenas de acción para inclinar la balanza hacia «El señor de los Anillos», una ampliación de la anécdota (en el libro) del regreso del Nigromante a Dol Guldur, para ir preparando la que probablemente sea la batalla climática de la segunda entrega, así como una introducción de las arañas del bosque negro (todo ello a través de Radagast, un personaje estrafalario cuya comicidad estableces puentes entre precuela y secuela literaria en este segmento ampliado), así como los cameos de Elrond (pertinente), Galadriel (inventado) y Saruman (reescrito), y ya tenemos el trabajo de homogeneización entre trilogías tan firme como resulta razonable exigir.

Me dejo en el tintero muchas reflexiones, pero me temo que la entrada ya es lo suficientemente extensa.

El resultado podrá gustar más o menos, podrá satisfacer más o menos, pero desde luego existe una cuidadosa reflexión detrás de cada una de las decisiones tomadas, y hasta me atrevería a decir que en muchos aspectos este trabajo supera al realizado en la trilogía original (a Peter Jackson se le nota una mayor madurez narrativa). Cabe por constatar cuál será la recepción, tanto por parte del público en general como por parte de los aficionados a Tolkien. Pero eso ya es otra historia.

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~ por Sergio en diciembre 15, 2012.

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