Cronopaisaje

A finales de los 70 y principios de los 80 se verificó un cambio de guardia en el panorama de la ciencia ficción. Junto con obras de madurez de los viejos maestros de la Edad de Oro, la aparición de una nueva generación de escritores revitalizó el género y recuperó algunas de sus señas de identidad, despreciadas durante más de una década por los integrantes de la New Wave. La experiencia, sin embargo, no había caído en saco roto. El nivel de exigencia literaria había vuelto a subir y el campo referencial se había ampliado.

En los premios Nebula se podría argumentar que la edición que marcó inequívocamente la consolidación de este fenómeno fue la de 1981, conquistada en su categoría de novela por «Cronopaisaje» («Timescape») de Gregory Benford (que también cosechó el John W. Campbell Memorial y fue finalista del Locus de ciencia ficción).

Antes de proseguir he de realizar una confesión. Benford suele aburrirme hasta el infinito. Se supone que siendo uno de los abanderados del hard y todo eso debería de ser de mi agrado, pero lo cierto es que me revientan sus exagerados intentos por hacer los personajes más «reales» a base de convertirlos en poco menos que protagonistas de telenovelas. De igual modo, su autoproclamado cuidado por el estilo se traduce en pomposidad y ausencia de cualquier tipo de ritmo. El que sea el responsable de dos sacrilegios como las secuelas oficiales «Tras la caída de la noche» y «El temor de la Fundación» tampoco apoya precisamente su causa. Así pues, siempre he contemplado con cierta precaución la que es considerada como su mejor obra, esta que nos ocupa.

La económica edición de hace unos pocos años en Byblos me permitió vencer mis reticencias y hacerme con este título, pero no me había animado a leérmelo hasta ahora. No ha variado mi opinón de Benford (casi todos sus defectos están ahí, exhibidos en mayor o menor grado), pero ello no es óbice para que pueda reconocer que «Cronopaisaje» es una gran novela.

La trama se despliega en dos líneas temporales. La primera dieciocho años en el futuro (de 1980) y la segunda el mismo lapso en dirección opuesta. El 1998 que nos presenta el autor posee tintes apocalípticos. La contaminación del mar por pesticidas ha provocado la floración incontrolada de ciertas diatomeas, cuya pujanza asfixia cualquier otro tipo de vida, y existen indicios alarmantes de que la catástrofe ecológica puede extenderse a los cultivos terrestres. En la universidad de Cambridge, un físico, John Renfrew, basado en el trabajo teórico del norteamericano Gregory Markham, propone enviar un mensaje de aviso al pasado por medio de un haz modulado de taquiones (partículas hipotéticas que viajan a mayor velocidad que la luz). El burócrata encargado de evaluar la pertinencia del experimento y, en su caso, proporcionarle fondos (cada vez más escasos) es el miembro del Consejo Mundial Ian Peterson.

En el otro extremo del bucle se encuentra Gordon Bernstein, joven profesor asociado en la Universidad de California, San Diego en 1962, que empieza a obtener resultados inesperados en un experimento de resonancia nuclear. Cuando entre medias del ruido de fondo detecta un mensaje entrecortado en perfecto inglés telegráfico, deberá enfrentarse a la incredulidad de sus colegas y a la compleja política interna de los centros de investigación para llevar adelante sus observaciones, que el lector, testigo privilegiado del acontecimiento, sabe que guardan la clave para la hipotética salvación del mundo.

Gregory Benford no fue, ni mucho menos, el primer autor en tratar el tema del viaje en el tiempo y las paradojas que ello conlleva, sí fue, quizás, el pionero en abordar el problema desde una perspectiva científicamente rigurosa. La existencia real de partículas capaces de viajar a mayor velocidad que la luz (y, por tanto, viajando hacia el pasado de acuerdo con la teoría de la relatividad) fue propuesta por primera vez en 1962 («Meta relativity», Bilaniuk et al, American Journal of Physics), recibiendo su nombre de taquiones (partículas rápidas) en 1967. Poco después, en 1970, Benford y otros dos autores publicaron en Physical Review «The tachyonic antitelephone«, un artículo en el que examinaban la posibilidad de emplear taquiones para transmitir información hacia el pasado, concluyendo, básicamente, en que las consecuencias de tal intercambio, de acuerdo con el paradigma físico imperante, lo hacían imposible (debido a una paradoja enunciada originalmente por Richard Tolman en 1917, quien arguyó que transmitir información al pasado violaba el principio de causalidad).

En 1980, las perspectivas no habían mejorado mucho (y hoy en día los taquiones lo tienen incluso más crudo, pues se les conceden sólo dos posibilidades: o no existen o no interaccionan con ninguna otra partícula, por lo que serían indetectables). Sin embargo, Benford, quizás un poco decepcionado con sus propias conclusiones, decide en «Cronopaisaje» proponer precisamente lo que necesitan, una solución radical que permita resolver el problema de las paradojas (inventando para ello observaciones que conduzcan a un modelo, inspirado a su vez en cierta interpretación de los fenómenos cuánticos).

En mi lega opinión, la solución que acaba proponiendo no termina de ser consistente (y peca de poco elegante, un defecto que, como el mismo Benford comenta en boca de uno de sus personajes, supone en física una seria merma a las posibilidades de cualquier teoría), sin embargo, tal extremo carece de importancia, pues el tema principal de la novela es otro.

Resulta curioso constatar cómo en un género que se define a sí mismo como ciencia ficción resulta tan difícil encontrar científicos descritos con propiedad. No hablemos ya de la labor que esos hipóteticos hombres de ciencia desarrollan.

En «Cronopaisaje», Benford ofrece un retrato de lo que es la investigación científica, de sus problemas y peculiaridades, de la importancia del azar y la inspiración, la injerencia de condicionantes externos (relacionados casi siempre con la necesidad de obtener financiación), los rifirafes con colegas y superiores, los choques de egos, las ayudas desinteresadas por parte de quien menos pudieras imaginarte, la problemática relación con la prensa no especializada, la política de publicaciones, el impacto negativo en tu vida personal, la emoción del descubrimiento, la frustración de la ausencia de resultados… En este contexto, se le puede perdonar que, en sus vidas privadas, la mayor parte de los personajes parezcan sacados de una soap opera (ojo, no «space«, sino «soap«). En su pretensión de humanizar a los científicos se aproxima peligrosamente a la parodia (involuntaria) y penetra más de lo conveniente en el terreno de las trivilidades que nada aportan, pero si ése es el precio que se ha debido de pagar, bien pagado está.

Examinando otros comentarios, he comprobado que cada lector siente mayor predilección por una u otra línea temporal. Personalmente, la de 1998 se me antoja la más prescindible. Los detalles apocalípticos son demasiado tímidos para satisfacerme y el recurso de mostrar al burócrata de turno como un ser despreciable que tiene en sus manos el destino de la investigación (aun en el caso de que le acabe interesando genuinamente) resulta demasiado obvio.

La acción de 1962-63 ya es otro cantar. En los capítulos correspondientes, Gregory Benford recrea las experiencias de su época de estudiante en esa misma universidad (incluso se permite el capricho de reservarse un cameo sin importancia). Además, las visicitudes de Gordon Bernstein constituyen un fiel reflejo de aquellas a las que puede enfrentarse cualquier investigador durante el transcurso de su carrera. La descripción de la vida universitaria (seminarios, estudiantes de posgrado, unidades de investigación, obtención de becas…) sigue siendo reconocible hoy en día (quizás se echa en falta algo más de énfasis en la documentación, pero bueno, nos separan cincuenta años y un par de «pequeños» avances en el tema de la transmisión de información). Como documento histórico, en definitiva, resulta una lectura fascinante (hasta el punto que podría haber prescindido perfectamente de la trama del futuro, compartiendo con Bernstein la perplejidad ante los datos que va obteniendo y siguiendo, sin otros datos, su proceso deductivo.

En su momento, «Cronopaisaje» fue aclamada dentro del género por su apuesta por un estilo que en nada se diferenciaba del que podía encontrarse en cualquier publicación mainstream, sin necesidad de abandonar los temas y especulaciones propios de la ciencia ficción. Hoy en día, sigue siendo una gran obra de ficcción sobre la ciencia y los científicos.

Otras opiniones:

~ por Sergio en febrero 10, 2011.

4 respuestas to “Cronopaisaje”

  1. […] de Cronopaisaje y Bill, héroe galáctico en Rescepto Indablog. […]

  2. A mi este libro me encantó porque me tuvo enganchado de principio a fin. Puede que algunos aspectos del libro resulten algo pesados pero el mezclar tan acertadamente en una sola historia ciencia, intriga, amor, ecología, vida académica y todo sobre una base científica es realmente complicado.

  3. […] aquí, no puedo dejar de trazar paralelismos con Cronopaisaje, una novela que recientemente en su blog Mars ensalzaba pese a considerarla “aburrida”. A mi juicio, en cambio, el mejor elogio que se le […]

  4. […] Gregory Benford Otra portada de Cronopaisaje muy imaginativa y especialmente horrenda para mi gusto – Fuente […]

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