El anacronópete

Mientras la fascinación por la ciencia y sus prodigios impulsaban el nacimiento y evolución de la protociencia ficción en países como Francia o Reino Unido, el panorama era mucho menos propicio (y lo sigue siendo) en España. De ahí que los escasos ejemplos de romance científico español daten de entre 1919 y 1934, con una significativa excepción: «El anacronópete», publicada por Enrique Gaspar y Rimbau en 1887 (aunque basada en una zarzuela escrita seis años antes).

Esta obra puede hacer gala del mérito de ser la primera en postular una máquina para viajar en el tiempo (se adelantó en ocho años a «La máquina del tiempo» de Wells, e incluso precedió por uno a «The chronic argonauts», el primer relato en que el británico hizo uso de un dispositivo de estas características): el anacronópete del título (que traducido del griego clásico vendría a ser «lo que vuela atrás en el tiempo»).

Pero vayamos por partes.

Enrique Gaspar y Rimbau fue un diplomático y escritor (principalmente obras de teatro y zarzuelas, pero también artículos periodísticos y cuatro tomos de narrativa), nacido en 1842 en Madrid y muerto en 1902 en Olorón (Pirineos franceses). Nunca llegó a alcanzar una gran fama, ni entre el público ni entre la crítica de la época, por lo que hoy en día se le recuerda principalmente por su única novela de ciencia ficción, ésta que nos ocupa.

Destinado como consul en China entre 1878 y 1885, escribe allí los textos que componen su primer libro, titulado simplemente «Novelas»: la novela «El anacronópete», una recopilación de su correspondencia personal describiendo su exótico destino agrupada bajo el título «Viaje a China. Cartas al director de Las Provincias», y el relato «La metempsicosis» (es decir, la reencarnación). Curiosamente, ambos temas  (China y la reencarnación), encuentran su reflejo en distintos actos de la novela principal.

Centrándome en «El anacronópete», nos encontramos con una obra escrita en varios actos y una serie de cuadros, al estilo de la zarzuela, siendo quizás el primer acto, aquél en el que se describe la invención y se da cuenta del inicio de su periplo, el más interesante. Don Sindulfo García es un hombre acomodado de Zaragoza, dedicado a la investigación, tutor de una sobrina, Clara, hacia la que alberga sentimientos poco paternales, y mecenas de Benjamín, políglota amigo que vive a su costa y lo secunda en sus proyectos. Aunque con posterioridad se nos pone un poco más en antecedentes, la acción arranca en 1878, durante la Exposición Universal de París, lugar escogido por el inventor para presentar en sociedad su creación. Ante el asombro de parisinos y visitantes, desvela su teoría acerca del tiempo y anuncia un viaje al pasado. Lo que desconocen sus entusiastas admiradores es que su principal motivación es retroceder a una sociedad que le permita apelar a su autoridad como tutor para desposarse con Clara aun en contra de la voluntad de la joven.

Ahí está, sin embargo, Luis, soldado y pretendiente de Clara, que se cuela en el aparato junto con dos docenas de compañeros de armas, emprendiendo así en compañía de don Sindulfo, Benjamín, Clara, su lenguaraz doncella Juanita y un grupo de meretrices achacosas que forman parte de un experimento de regeneración moral impuesto por la República Francesa a la expedición, un viaje repleto de vicisitudes hacia el pasado.

Ante todo, cabría destacar que la preparación científica de Enrique Gaspar se antoja nula, así que el salto especulativo es más conceptual que otra cosa. Desde una perspectiva especulativa, el anacronópete no es más que una excusa para imaginar efectos sorprendentes (con una coherencia interna un tanto laxa), describir aventuras exóticas (sobre todo en la China del año 220) y soltar unas cuantas cargas de profundidad, disfrazadas de ironía, en contra de la sociedad contemporánea. La «teoría» de don Sindulfo no tiene ni pies ni cabeza (aunque algo muy parecido se sacarían de la manga los guionistas de «Superman», la película, casi un siglo después), residiendo su principal elemento característico en la necesidad de aplicar un fluido especial a los objetos o seres vivos para mantenerlos inalterables mientras viajan atrás en el tiempo (el uso o ausencia de esta protección determina buena parte de los efectos descritos y situaciones sucitadas).

Los crononautas en su periplo por tiempo y espacio, asisten a la batalla de Tetuán (1860), la toma de Granada (1492), la caída de la dinastía Han (220), la erupción del Vesubio (79) e incluso el diluvio universal (3308 a.C), mientras van encadenando una serie de coincidencias increíbles, rescates inverosímiles y piruetas forzadas, que poco a poco van minando la consistencia del relato, que deviene en un divertimento cada vez más ligero (y cada vez más mordaz, hasta el punto que el autor parece verse obligado a concluir con el comodín de «todo ha sido un sueño», no sé si para excusarse por una invención tan extraña o si por darse el lujazo de cerrar «de verdad», es decir, antes de la retractación, con un golpe de efecto devastador).

En cuanto a las influencias, «El anacronópete» es un romance científico escrito en imitación (al menos superficial) del francés. Se menciona a menudo a Jules Verne, en parte por ponerse a la sombra de su popularidad, en parte para desmarcarse de su ficción, defendiendo la mayor originalidad de la propuesta. El interior del ingenio, por ejemplo, tiene mucho de Nautilus, y don Sindulfo pronto cae en el arquetipo de sabio misántropo (aunque su locura alcanza cotas muy superiores a las de Nemo o Robur). Más directa parece ser la influencia de Camille Flammarion (amigo personal de Enrique Gaspar), y más en concreto de su novela «Lumen«, de 1872 (de la que se comenta que podría haber inspirado a Einstein para la concepción de la Teoría de la Relatividad). Por último, hay una escena en concreto (el interrogatorio de los crononautas por el emperador de la China) que me recuerda poderosamente un cuento de Poe, «Conversación con una momia», una sátira de 1845.

«El anacronópete» quedó como una curiosidad, tanto dentro de la producción de Enrique Gaspar y Rimbau como en la literatura española en general, o incluso dentro de la historia de la ciencia ficción. Nadie le puede negar el mérito de presentar la primera máquina del tiempo, y de saber jugar con la idea, pero aparte de algunos detalles anecdóticos no va mucho más allá. Wells, por ejemplo, usó «La máquina del tiempo» para escenificar metafóricamente la lucha de clases y la deshumanización de la revolución industrial. Fue ese detalle, el trascender la mera exhibición pirotécnica, integrando especulación científica y social, lo que le valió el reconocimiento posterior y lo que mantiene su obra de plena vigencia (la discontinuidad endémica en el desarrollo de la ciencia ficción española tampoco ha jugado en su favor, dejándola en el papel de precursora, pero no antecesora).

Tanto la edición original como las recientes reediciones comerciales modernas (2000 – Círculo de Lectores, 2005 – Minotauro), se complementa con ilustraciones de Francesc Gómez Soler.

Podéis acceder a la obra original escaneada aquí.

Otras opiniones:

~ por Sergio en octubre 30, 2011.

3 respuestas to “El anacronópete”

  1. Bueno, yo me la leí por el prurito… Ni pies ni cabeza, carne de Zarzuela (cutre). Ahora bien. Me cuesta pensar que en plena época de los viajes extraordinarios de verne, a NADIE más se le ocurriera la idea como mera vacilada, viajar en el tiempo. No sé… Ojo, para mí es distinto Wells que le da el tono CF de verdad… pero que a efectos cómicos a NADIE se le ocurriera antes da qué pensar.

    • Creo que es una cuestión de escenario conceptual. Hasta casi finales del siglo XIX resultaba imposible en la práctica imaginar un viaje atrás en el tiempo. La propia idea de «tiempo» implicaba unidireccionalidad (o aun más, no cabía siquiera la posibilidad de pensar en el tiempo en términos de dirección).

      Justo por esas mismas fechas (entre 1870 y 1880) empezó a popularizarse el concepto de la cuarta dimensión en círculos matemáticos, lo cual proporcionó un marco referencial para especular con una dimensión temporal bidireccional. A partir de entonces, el viaje en el tiempo fue concebible (no sólo mediante el uso de una máquina, como quedó de manifiesto en 1889 con «Un yanqui en la corte del rey Arturo» de Mark Twain).

      Ése precisamente fue el camino conceptual que siguió Wells. En el caso de Enrique Gaspar, dada su limitada preparación científica, posiblemente toque apelar a conversaciones (o intercambios epistolares) con Flammarion u otros científicos (o incluso a debates de profanos en círculos cultos, que por aquel entonces la ciencia y los avances tecnológicos estaban de moda).

      El viaje en el tiempo es un buen ejemplo de idea que sólo se hace accesible a través de un cambio de paradigma.

  2. Debe ser así y da que pensar… Antes de Galileo el concepto «aceleración» era impensable e inútil… El propio Galileo lo utiliza dubitativamente alternando con «impetus»… En fin… Cosas veredes…

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