La espada del demonio

En general, suele gustarme comenzar mis reseñas, sobre todo si es la primera vez que «visita» el blog, con una breve semblanza del autor en cuestión. En este caso, sin embargo, reconozco que no sé casi nada de Richard A. Lupoff, autor de «La espada del demonio» («Sword of the demon», 1977), novela candidata al premio Nebula (hecho que, supongo, justificó su traducción y publicación en español, con cierto retraso, hace cuatro años).

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Una visita a la Wikipedia no me aclara demasiado las ideas. Unido al fándom desde los años cincuenta, Lupoff al parecer se profesionalizó como escritor en 1970, y lleva publicadas desde entonces casi una treintena de novelas, que parecen tocar varios palos (ciencia ficción, horror, misterio…), con cierta tendencia al pastiche. Todo ello le ha llevado en un par de ocasiones a la antesala de algún premio importante, aunque al final todo ha quedado en poco más que una invitación como comparsa al reconocimiento de otros (como la antedicha candidatura a un Nebula que acabó cosechando Frederik Pohl por la extraordinaria «Pórtico«).

En resumidas cuentas, parece ser uno de esos autores que pasan de puntillas por los márgenes del género, a la sombra de los focos que alumbran (en ocasiones fugazmente) a otros colegas… lo cual no impide que desarrollen (estamos hablando, al fin y al cabo, de un mercado amplio y variado como el estadounidense) una carrera extensa y no carente de cierto reconocimiento… que posiblemente provenga más de esos colegas que del público en general.

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Ojo, todo esto es una elucubración personal que no puedo probar en modo alguno. Podría estar equivocándome de medio en medio, soltándoos un rollo fantasioso que quizás no podría estar más alejado de la realidad.

¿Por qué me meto entonces en camisa de once varas? En realidad lo que estoy intentando transmitir son las sensaciones que me ha suscitado la lectura de «La espada del demonio»; ese quiero y no puedo, al borde de construir algo grande y significativo, pero quedando todo a la postre reducido a humo que pierde consistencia antes de haber tenido ocasión de dejar una impresión firme. Un experimento interesante, en el género equivocado (al menos por aquel entonces) y en una época en que empezaban a estar pasados de moda.

«La espada del demonio» arranca con la lucha entre dos extrañas figuras en un vacío primordial. Por un lado un negro y asexuado atacante, por el otro un andrógino hermafrodita amarillo, que en el transcurso del conflicto pierde sus genitales externos, pasando a ser desde ese momento un ser femenino.

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La acción se traslada entonces a un entorno más tradicional, con el ser amarillo transmutado en la dama Kishimo y el negro en el hombre-dios Aizen, imbuido todo con una estética y un trasfondo extraídos de la mitología japonesa (algo bastante novedoso en 1977). Así, el autor se empeña en describirnos cada pieza de atuendo, cada detalle de las armas y cada personaje con el que se encuentran, siempre con su nombre japonés, seguido de la traducción… una y otra y otra vez, hasta acabar con cualquier posible atisbo de fascinación a base de reiteración (que aspira, creo, a establecer un lenguaje mítico propio).

Así, el viaje continúa, mostrando a Kishimo y a Aizen ahora como aliados, ahora como rivales, mientras se suceden episodios en los que la lógica se encuentra relegada a un plano muy, muy secundario con respecto a la estética. Esta desorientación viene potenciada por el uso estrícto del tiempo presente y la ausencia de diálogos (las relativamente escasas alocuciones quedan integradas, sin signo ortográfico alguno, en el discurso), creando una narrativa sin duda peculiar, aunque no sé hasta qué punto efectiva.

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Tampoco es que la fidelidad a la mitología nipona sea excesiva. Lupoff toma elementos tradicionales del sintoísmo y los entremezcla y reformula, combinando por ejemplo el Yomi (inframundo) con la corte oceánica de Ryuijin (y sus gemas mágicas), o deconstruyendo y reensamblando el enfrentamiento entre Susanoo y el dragón de ocho cabezas Yamata-no-Orochi; lo que en realidad constituye el mejor momento del libro. La mayor parte de las escenas resultan, sin embargo… desconcertantes.

Lupoff probablemente trataba de utilizar como materia prima el exotismo de la mitología y la parafernalia militar japonesas (más o menos por la época en que otra cultura oriental, la china, empezaba a ser parcialmente popular en los EE.UU. gracias a las películas de artes marciales) para crear un relato de resonancias míticas, tanto en la forma como en el fondo, que me ha evocado, sobre todo, la por entonces anticuada y semiolvidada fantasía onírica, cultivada a principios del siglo XX por escritores como Lord Dunsany o H.P. Lovecraft («La búsqueda onírica de la desconocida Kadath» se publicó por primera vez en 1943, pero había sido escrita en torno a 1926). «La espada del demonio» presenta por momentos la misma cualidad etérea, un viaje que invita a abandonar preconcepciones y dejarse llevar por aquello que la imaginación dibuje.

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De lo que a mi entender carece es de un propósito ulterior. La fantasía onírica buscaba expandir los límites de la fantasía, cortar los lazos con la realidad cotidiana en un período de exploración de los límites del género naciente, y si quedó relegada al pasado, incluso por sus propios cultivadores, se debió a la necesidad que se descubrió de estructurar y dotar de coherencia interna a la ficción fantástica. Tras los primeros viajes de mero descubrimiento, de deleite pasivo ante las imágenes conjuradas por la imaginación, surgió la necesidad de proporcionar algo más, un terreno un poco más firme donde edificar.

Se podría argumentar que «La espada del demonio» ofreció exactamente eso mismo: una expansión de los escenarios fantásticos por medio de la asimilación de iconografía y mitología sintoísta, y quizás por eso mismo obtuvo esa nominación al Nebula que desde una perspectiva actual se antoja un poco extraña, pero cabría matizar que el material de partida era un poco más consistente y elaborado que el etéreo mundo de los sueños, así que las exigencias narrativas tal vez deberían haber sido en consonancia mayores.

~ por Sergio en diciembre 13, 2015.

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