El nombre del viento

La trilogía cinematográfica de «El Señor de los Anillos» supuso un hito de enorme relevancia para la fantasía épica. Por primera vez en décadas, quizás por primera vez desde siempre, llegó masivamente (al menos 150 millones de entradas vendidas sólo de «El retorno del rey», lo cual equivale más o menos al número de ejemplares del libro vendidos desde siempre, un tercio de ellos después de las películas) a un público global, en un formato cómodo y poco exigente, que rompió muchas preconcepciones y creó millones de lectores potenciales que antes no hubieran pensado en acercarse a una novela de fantasía.

Una vez leído Tolkien, sin embargo, surgía la duda: ¿Y a ahora qué?

La primera beneficiada fue una saga que había empezado a publicarse en 1996 pero cuya popularidad explotó de verdad a partir de 2001. Así, «Canción de hielo y fuego» se convirtió en un segundo bombazo comercial, que contribuyó a popularizar aún más el género (curiosamente, su adaptación televisiva ha recogido también el testigo en el medio audiovisual). El problema es que de una periodicidad bianual antes del boom, Martin pasó a tardar cinco o seis años entre volúmenes, con lo que, leídos los tres o cuatro tomos existentes, quedaba mucho hueco que rellenar.

el nombre del viento

Así pues, las editoriales se lanzaron a la búsqueda de alternativas, bien fuera rascando su catálogo, bien tratando de descubrir al nuevo Tolkien (esta vez estadounidense, por supuesto), título que resurge cada generación (sin que ninguno de los aspirantes haya llegado por ahora a ostentarlo por mucho tiempo). Uno de los más publicitados fue, por ejemplo, Christopher Paolini, con su serie del Legado, que se inició con «Eragon» en 2003 (aunque perdió buena parte de su empuje con el fracaso de la adaptación cinematográfica en 2006), aunque para sostener la reclamación hacía falta algo más (para empezar, mayor calidad literaria, pero también alejarse de lo juvenil, que ese ámbito ya estaba dominado por J. K. Rowling).

En 2007, DAW Books lanzó al mercado un libro titulado «El nombre del viento» («The name of the wind»), del autor nóvel Patrick Rothfuss, aunque ya en 2002 había ganado el certamen Escritores del Futuro (un prestigioso galardón, instaurado nada menos que por L. Ron Hubbard y gestionado por la Iglesia de la Cienciología, aunque sin conexión ideológica con ésta), con un relato que años más tarde formaría parte del segundo volumen de la Crónica del Asesino de Reyes («El temor de un hombre sabio»). La peculiaridad de este lanzamiento estribaba en que el libro salió con dos portadas, una para el mercado fantástico tradicional (friqui, vamos) y otra más disimulada para el público mainstream (sin engañar en ninguno de los dos casos, pues si bien la novela se puede clasificar inequívocamente como fantasía, lo mágico y portentoso se administra en dosis controladas y sutiles, en la línea de otro gran éxito del 2005, «Jonathan Strange y el señor Norrell«, de Susanna Clarke).

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El resultado fue un éxito instantáneo y el nacimiento de un nuevo fenómeno editorial. Sostenido, además, en sólidos cimientos (no en vano Rothfuss se había pasado toda una década puliendo su novela antes de lanzarla al mercado).

Pese a lo cual, la serie ha recibido comparativamente poco reconocimiento crítico en círculos especializados (apenas un decimoséptimo puesto en los Locus de 2008, perdiendo incluso el título de primera obra ante Joe Hill, ganando «El temor de un hombre sabio» el recientemente instaurado David Gemmell Legend Award). Lo cual se explica en parte por la renuencia de este tipo de galardones a admitir nuevos candidatos (raro es el autor al que no le cuesta unos cuantos años y unas cuantas obras el empezar a ser considerado) y en parte por exactamente la misma razón que le permite conectar con el público en general: la novela de Rothfuss, en fundamentos, desarrollo y estructura es de un clasicismo casi ejemplar, lo cual en un período en que la mayor parte de sus compañeros de «generación» están rompiendo moldes (o simulando hacerlo) penaliza de cara al aficionado más experimentado (que no puede dejar de pensar que todo cuanto está leyendo, por muy absorbente que sea, le suena de algo).

«El nombre del viento» constituye el primer día en la narración de la vida de Kvothe, un humilde posadero en un pueblo insignificante de un mundo sobre el que, al parecer, se cierne un peligro aterrador. Bajo ese disfraz, tan perfecto que le ha engañado a él mismo, se esconde un personaje legendario… músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino, como proclama la contraportada. Un hombre que, por primera vez, va a relatar su historia al Cronista, desde su infancia, viajando en la troupe de sus padres, como feriante.

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Al más puro estilo de la novela picaresca, Kvothe va desgranando las sucesivas etapas de su vida, a través de altibajos, impulsado a partes iguales por ansias de venganza y ansias de conocimiento. Su gran objetivo: aprender el nombre secreto del viento, como su héroe favorito de antiguas baladas, y ponerlo bajo su control. Su estilo es grandilocuente, expansivo. Se recrea tanto en sus portentosos dones como en los casi tan excepcionales reveses que va sufriendo cada vez que empieza a levantar cabeza. Es uno de esos personajes que adoras o no aguantas (me ha recordado a Yakoub Nirano, el rey sin reino de «La estrella de lo gitanos» de Robert Silverberg) … y buena parte del disfrute de la novela dependerá de en qué circunstancia te encuentres.

La narración va alternando segmentos en tercera persona, que narran los acontecimientos en la posada a modo de interludios, con otros en primera, que van hilvanando el periplo vital de Kvothe en estricto orden cronológico (aunque permitiéndose abundantes apuntes sobre el futuro aún ignoto, a modo de cebo para incitar la lectura, con la trampa de que en su mayor parte las situaciones a que aluden no llegan a resolverse en esta primera novela). Sobre esta estructura, la fórmula resulta evidente: controlar la información, ir construyendo la historia hacia pequeños logros, pequeños clímax, para malograr sitemáticamente la mayor parte de lo conseguido, obligando al personaje a seguir luchando contra corriente, desplazado perennemente del equilibrio que lo volvería aburrido pero permitiéndole suficientes respiros como para evitar la frustración del lector ante un texto que avanza mucho menos de lo que promete (otra clave para disfrutar de la novela reside en sumergirse en la historia y conseguir así obviar este artificio, al que se le unen todos los trucos del folletín para putear al protagonista y despertar nuestra sodilaridad ante las injusticias a que es sometido).

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Por otra parte, cuando antes comentaba que todo cuanto acontece en la historia nos suena de algo (los ecos de autores como Tolkien o Le Guin son evidentes) no quería decir que la historia constituye una copia burda (como con las piedras de Shannara de Terry Brooks). Rothfuss ha sabido profundizar en sus fuentes para ir más allá de lo anecdótico, hacia su esencia (lo cual es muy de agradecer). Por otro lado, las innovaciones, en consonancia con la fantasía de vanguardia contemporánea, tampoco brillan por su ausencia. Así, por ejemplo, el autor prescinde de la figura del mentor (o, mejor dicho, la diluye entre sucesivas figuras que desempeñan en parte ese papel), concediendo a Kvothe mayor control sobre su propia vida (y confiriéndole un aura de hombre hecho a sí mismo, tan del gusto estadounidense). De igual forma, la magia (simpatía, sigaldría, nominación…) está controlada, sujeta a reglas casi científicas (de un modo análogo a como la caracteriza Brandon Sanderson en «Nacidos en la bruma»), lo que le confiere esos límites que tan necesarios parecen en algunas viejas historias en las que la magia parece capaz de justificarlo todo, por encima de cualquier consideración argumental.

Lamentablemente, a mí Kvothe (como todos los personajes del mismo cariz) me cae fatal y los trucos narrativos arriba descritos, de los que no puedo abstraerme por mi antipatía hacia el protagonista, me acabaron cargando, por lo que concluí la novela casi por obligación.

En esencia, la historia sigue el guión de tantas otras (la de Harry Potter, sin ir más lejos), con mayor calidad literaria y coherencia interna, pero no menos manipulativa. En cada segmento cuesta poco anticipar qué va a lograr y qué va a perder a continuación, y aunque el camino es agradable, al final echo de menos algún aliciente extra, que nunca termina por materializarse. De modo que creo entender bastante bien por qué ha tenido (más allá, insisto, de su calidad literaria) éxito entre el público en general (aplicando conceptos bien probados en su mayoría, en un «entorno» controlado y fiable) y una recepción más fría en círculos más especializados (ese mismo control impide que haya demasiadas sorpresas).

Lo que no se le puede negar es su capacidad para alcanzar (y quien sabe si reconducir) a nuevos lectores hacia la fantasía, y no una fantasía cualquiera, sino una con raíces firmes. Sólo por eso ya es merecedora de consideración.

(Algunas) Otras opiniones:

~ por Sergio en enero 9, 2014.

4 respuestas to “El nombre del viento”

  1. Gracias Rescepto por añadir nuestra reseña y enhorabuena por tu artículo, me gusta la manera en que has ido enlanzando las diferntes sagas :)

  2. El protagonista es insoportable, un marysue de tomo y lomo. También me terminé el libro por obligación y, francamente, no entiendo su popularidad, me pareció mal escrito (¿o será la traduccion?). Saludos!

    • No del todo marysue, pero sí algo parecido (a un auténtico marysue nunca, nunca le puede pasar nada verdaderamente malo, aunque sólo sea como recurso dramático). Supongo que es un tipo de historia que tiene su atractivo, aunque personalmente la encuentre tremendamente forzada (y no demasiado original). Eso sí, a nivel literario, muy correcta.

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