The lion, the witch and the wardrobe (El león, la bruja y el armario)

Las Crónicas de Narnia, con más de 100 millones de ejemplares vendidos desde 1950, constituyen una de las más importantes (e influyentes) aportaciones a la historia de la fantasía moderna. En el momento de su publicación, aún se tenía a la literatura fantástica juvenil como un divertimento menor, apropiado únicamente para niños muy pequeños y temas ligeros. Clive Staples Lewis, reputado profesor medievalista de Oxford, poeta, crítico literario y teólogo laico (tras una conversión tardía) propuso algo distinto: una historia no exenta de escenas intensas, incluso terroríficas, y con un profundo sustrato filosófico; y todo ello sin descuidar los gustos estilísticos de su público objetivo.

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Desde entonces, generaciones de niños han leído estos libros (algunos de ellos, como J. K. Rowling, han crecido para firmar su propia saga de fantasía, deudora en parte de Narnia… o como Phillip Pullman, cuya trilogía de la Materia Oscura podría entenderse como una refutación directa de los libros de Lewis) o han contemplado alguna de las múltiples adaptaciones a diversos medios (la más reciente, la saga cinematográfica iniciada en 2005 y consistente por el momento en tres títulos). De entre los siete títulos de que consta la serie, el más famoso con diferencia es el primero (por orden de escritura, que con posterioridad escribiría una precuela), «El león, la bruja y el armario» («The lion, the witch and the wardrobe», 1950).

Antes de pasar a analizar su sustrato, toca proporcionar una pequeña sinopsis. Los protagonistas son cuatro hermanos: Peter, Susan, Edmund y Lucy Pevensie, quienes debido a los bombardeos sobre Londres durante la Segunda Guerra Mundial son evacuados a la casa rural del profesor Digory Kirke. Allí, jugando, descubren un armario («ropero» o también «guardarropa» según las traducciones) que comunica mágicamente con la tierra de Narnia, un lugar donde desde hace siglos siempre es invierno, pero nunca llega la Navidad.

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El motivo de tan incómoda climatología cabe encontrarlo en los manejos de la Bruja Blanca, que impone sobre el reino un régimen de terror (petrificaciones sin juicio previo incluidas). Existe, sin embargo, una profecia, que habla de cuatro reyes humanos que se sentarán en los tronos de Cair Paravel y devolverán la justicia a Narnia, el día que Aslan, el legítimo señor, regrese. Ante tal vaticinio, no es de extrañar que a la Bruja Blanca no le haga ninguna gracia la llegada de los hermanos Pevensie. Por suerte para ella, consigue con malas artes la sumisión de Edmund, a quien atraé a su bando mientras el resto de los niños parten al encuentro de Aslan.

Narnia es una tierra mágica, donde los animales hablan, cada árbol alberga una dríada y donde faunos, centauros y otros seres mitológicos campan a sus anchas (alineándose con la Bruja Blanca o con Aslan). Como experto en la literatura clásica, C. S. Lewis combina la tradición grecolatina (aparte de los mencionados, también es posible encontrar minotauros, náyades…) con la céltica (gigantes y enanos), bajo la influencia de autores decimonónicos de los que precisamente Lewis era su mayor valedor (y el responsable último de su redescubrimiento). Tal es el caso de William Morris (la bruja que tiene por sirviente un enano maligno parece inspirada directamente por «El bosque del fin del mundo«, aunque también se ha relacionado a la Bruja Blanca con Ella, la diosa de Haggard) y, sobre todo, de George MacDonald (durante toda su vida, Lewis reconoció una deuda de gratitud con el autor escocés, destacando su lectura de «Phantastes» a los 16 años como el acontecimiento que le recondujo hacia la religión).

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En cuanto a Aslan, el personaje central de la heptalogía (aunque los niños sean los protagonistas nominales de casi todos los libros), su origen es diferente. Lewis precisaba de una figura redentora, una encarnación de Cristo, y decidió que en una tierra donde los animales hablaban debía tratarse por fuerza de un león, el rey de las bestias. Y con ello entramos en la interpretación alegórica de «El león, la bruja y el armario».

Sin que posiblemente fuera la intención original, desde la irrupción de Aslan en la historia ésta va transformándose en una alegoría teológica sobre el sacrificio que realizó Cristo por la humanidad, para limpiarla de pecado y vencer al mal y a la muerte. Así, si al principio la conexión, por ejemplo, entre Edmund y Judas Iscariote es bastante circunstancial, a medida que va avanzando la historia la metáfora se va haciendo más y más cercana, hasta el punto que hay escenas reinterpetradas casi por completo (si bien algo simplificadas), tales como la vigilia en el huerto de Getsemaní, la pasión (en un capítulo de gran crudeza en el que a Aslan lo desnudan, es decir, le rapan la melena, se burlan de él y lo someten a martirio) y la resurección (siendo testigos de ella Susan y Lucy, de un modo similar a como lo son María Magdalena y otra mujeres en los evangelios). Por añadidura, entremezclada con la reescenificación, hay reflexiones teológicas bastante profundas en torno a los motivos y consecuencias del sacrificio.

Tal vez mi apreciación del libro se haya visto muy influenciada por la edad de lectura. A lo mejor, de niño hubiera disfrutado sin más de su fantasía y de la impecable prosa de Lewis. A estas alturas soy un lector más cínico, y detesto la alegoría, sea del pelaje que sea. Una vez iniciada, la libertad de la narración se pierde, y nos encontramos con pasajes tan aleatorios (desde una perspectiva interna) como la reinterpretación de la magia profunda y la más profunda de la Mesa de Piedra (que hace referencia alegóricamente, y sólo así tiene sentido, a la sustitución del viejo pacto del Antiguo Testamento por el mensaje de redención y perdón de Jesucristo). El último tercio del libro está tan cargado de significado ulterior, que deja poco, muy poco espacio a la narración pura.

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El autor se preocupó toda su vida por defender una amplia aplicabilidad del relato, que negaría sus restricciones alegóricas, pero a mí se me antoja una defensa tan pobre como inútil. «El león, la bruja y el armario» es lo que es, y sólo evita ser totalmente doctrinaria porque evita todo tipo de símiles, quedándose en el terreno de la metáfora (otorgando, por tanto, libertad para establecer las conexiones pertinentes, o lo que es lo mismo, seguir la línea de puntos hasta su lógica conclusión; aunque cabría preguntarse, desde una perspectiva ética, cuán libre es un niño para filtrar la información recibida como un cuento). Otras acusaciones que se le han hecho al relato (sobre todo referentes a su presunto sexismo), se me antojan más gratuitas, pues al fin y al cabo estamos hablando de un texto con más de sesenta años y, más que reflejar absolutos, las actitudes y roles de los niños responden a los usos de la época.

Comencé a leer el libro en una traducción de Margarita Valdés (utilizada por la editorial Andrés Bello y por la estadounidense Rayo), tan horrible que a los pocos capítulos tuve que dejarlo y hacerme con la versión original. Alfaguara ha empleado dos, una de Salustiano Masó desde 1987, fecha de la primera edición en español, y la actual de Gemma Gallart (desde 2005), la primera traductora profesional que se ha ocupado de la heptalogía.

Otras opiniones:

~ por Sergio en diciembre 12, 2012.

5 respuestas to “The lion, the witch and the wardrobe (El león, la bruja y el armario)”

  1. la pagina sirve mucho

  2. el libro que aparece el leon y que es como comic que aqui muestras lo lei en la escuela y me enamore lo he buscado pero no se cual es la editoria la tercera imagen que muestras. Sabes cual es

  3. No recuerdo la edad exacta en la que leí los libros. Pero no era adulto y aun así detecté las alegorías sin problemas. Son muy transparentes para cualquiera que conozca la religión cristiana. Tampoco creo que sea tan cuestionable introducirlas en un libro para niños. No más que educarlos en una religión cualquiera. Al menos los padres suelen recordarles a sus hijos que no todo lo que leen es real. Me temo que no pasa lo mismo con la religión.

    • Los padres tienen no sólo el derecho, sino de ser creyentes el deber moral de educar a sus hijos en su religión. Es una cuestión que pertenece (o debería pertenecer) al ámbito más privado e íntimo. El que otro se arrogue esa potestad, y hacerlo además a hurtadillas, utilizando el subterfugio de la fantasía, me parece moralmente reprobable (más allá de que, en general, comparta la opinión de Tolkien sobre la alegoría: que por su carácter unívoco vulnera o cuando menos recorta inadmisiblemente la libertad interpretativa del lector, que si además es niño carece de las herramientas intelectuales necesarias para realizar una lectura crítica, o siquiera para detectar cuándo está siendo manipulado).

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