El lingotazo

«El lingotazo» es la ucronía fantástica con la que Sergio S. Morán ha presentado en sociedad el escenario ucrónico-fantástico de Mil Novecientos y Algo (desarrollado en colaboración con el misterioso James Stapleton), una novela de humor que crees tener calada hasta que te sorprende de golpe y porrazo (casi literalmente) y que entremezcla sin pudor alguno magia (de la académica y de la otra), aventuras (y desventuras) muy nuestras y delirios steampunk.

En este mundo, Hispania y Lusitania han acabado fusionándose, por razones fiscales, en el Birreino de Hisperia y conservan, más o menos, el control de sus colonias pasada la fatídica fecha de 1900 (por un «algo»). A esta península, a un tiempo familiar y sorprendente, arriba procedente del Nuevo Mundo Izel, una joven aztéxica que bajo su frágil y exótica apariencia guarda un secreto que la ha alejado de su padre y le ha hecho emprender una búsqueda identitaria en los extraños parajes de Europa. En la ciudad portuaria de Gádiz, su destino se entrecruza con el de otros dos personajes: el reportero con alma de poeta (o poeta con vocación de reportero) Lucas y el mecánico gigantón (pero con buen carácter) Félix, y con todos ellos, camino de Matrice (importante todavía, pese a haber tenido que ceder la capitalidad a Batajocia), se tropieza un lingote de oro de ocho kilos, que irrumpe en su vida como caído del cielo.

No, no es así. Quería decir que irrumpe en su vida literalmente caído del cielo (y aterrizando providencialmente sobre un hispalillense emprendedor), multiplicando los problemas de los tres e introduciéndolos de sopetón en el centro de una oscura trama político-económica que amenaza no solo sus insignificantes vidas (porque una monedita tal vez la des por perdida, pero ocho kilos de oro reclaman ser encontrados), sino también la propia estructura de poder de Hisperia y quién sabe si de todo el continente.

Algunas de las virtudes de la novela son evidentes a primer vistazo. El estilo de Sergio S. Morán, como ya demostró en las novelas de la detective Parabellum, se podría describir como ágil, dinámico y muy visual (virtudes trasladadas sin duda de su experiencia en el mundo del cómic), con una detallista caracterización de sus personajes y un humor igual de despierto. El caso es que todo hubiera podido quedarse ahí, en un divertimento ligero, que añade un toque picaresco, muy hispánico, a la típica parodia de corte fantástico. Poco a poco, sin embargo, el lector atento se va dando cuenta de que hay algo más, que las risas disfrazan un núcleo mucho más serio; y cuando eso paso es que estamos abandonando el terreno de la parodia y no vamos adentrando en el mucho más gratificante (y complejo de crear) de la sátira.

Porque el mundo de Mil Novecientos y Algo, pese a divergir tanto del nuestro (con sus dioses ancestrales, sus magos titulados y sus ingenios a vapor), es en esencia igual, y la podredumbre que lo amenaza no es muy diferente de la que oculta bajo su superficie nuestra realidad cotidiana. No voy a revelar nada más sobre el objetivo satírico de la novela, más que nada por permitir que sea cada lector el que lo vaya descubriendo a su ritmo. Tan solo apuntaré a una pista, tan evidente que se encuentra ahí mismo, tanto en la portada como en el propio título: un lingote de oro que debería pesar dos kilos y que sin embargo ha engordado hasta unos rotundos y contundentes ocho.

Una vez esquivada la trampa de la (relativa) irrelevancia que planteaba la parodia, había que evitar que el subtexto satírico secuestrara la novela y secara su humor, transformándola en una obra-tesis. Nada más lejos de la realidad. Hay una historia detrás que nunca suelta las riendas de la narración, y la evolución de los personajes principales (y en menor medida los secundarios) sigue siendo de primordial importancia (y nos reserva alguna que otra sorpresa… de la que no voy a proporcionar ni una mísera pista, porque deseo que toda la inquina se dirija hacia el autor, que para eso es el responsable de todo).

Así, justo cuando quizás creíamos que no había nada más que pudiera ofrecernos, entran en juego los dirigibles de guerra, los piratas, la puntualidad switzrlética, la relojería de imprecisión y las deidades sedientas de sangre, que conducen todo hacia un sorprendentemente (por la apariencia de locura precedente) cerrado clímax, que nos deja sin embargo bien abierta la promesa de nuevas aventuras en un mundo de Mil Novecientos y Algo que apenas ha empezado a esbozarse (y con unos personajes a los que, aun habiendo cerrado etapa, les queda todavía cuerda para rato.

Ya solo por el carácter tan nuestro del humor (similar, para que os hagáis una idea, a aquel de que hace gala el Ministerio del Tiempo), «El lingotazo» sería ya una novela a recomendar (el humor es quizás de las características más idiosincráticas de cada cultura, y por mucho que la globalización intente homogeneizarnos, cuando algo resuena con particular precisión con nuestro modo de ser, se nota), pero es que además el elemento satírico acaba por convertirla en poco menos que imprescindible.

Es de agradecer, además, que el autor haya esquivado en todo momento la tentación de referenciar explícitamente la actual iteración de la problemática que satiriza (sí, soy alambicado, lo sé, pero es que no deseo que se me escape más de la cuenta). En vez de ello, apunta más bien a la raíz misma del… asunto, y con ello trasciende su contexto histórico y se hace atemporal (como bien indica la parte del «y Algo» de la descripción del escenario). Dentro de treinta o cuarenta años (si no ponemos orden de una vez a la cuestión), «El lingotazo» podría llegar a ser tan relevante como hoy en día (y como lo viene siendo al menos desde los tiempos de la antigua Roma), y eso no es poco mérito (y fijaos, he conseguido terminar la reseña sin mencionar ni una sola vez a Pratch…

Agradezco a Insólita Editorial el envío de un ejemplar de este libro, para preparar la presentación que celebramos en junio (lo cual, indirectamente, ha conducido a esta reseña).

Otras opiniones:

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~ por Sergio en octubre 24, 2019.

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