París en el siglo XX

En 1863 Jules Verne (Julio de aquí en adelante, que la tradición es la tradición) acaba de dar inicio a su carrera literaria con la exitosa publicación de “Cinco semanas en globo”. Su editor, Pierre-Jules Hetzel, le instaba a proseguir en esa misma línea aventurera, preconfingurando sus Viajes Extraordinarios, que lo convertirían en un referente de la literatura popular y en uno de los padres de la ciencia ficción. En ese contexto, uno de sus primeras propuestas (tras “El capitán Hatteras») fue una novela en muchos sentidos adelantada a su tiempo. Tanto, tanto que Hetzel rechazó de plano su publicación, en términos tales que el manuscrito acabó guardado en un cajón, no olvidado, pero sí escondido por más de un siglo.

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De hecho, durante mucho tiempo se consideró una novela perdida, quemada por el propio autor junto con otras obras primerizas en un momento de decepción. Tan sólo se conservaba el título y el borrador de la dura carta de rechazo del editor (en la que le advertía, por ejemplo, de que su publicación podría significar el fin de su prometedora carrera). Entonces, en 1989, se localizó una copia completa (con comentarios al margen de Hetzel), lo que llevó a su publicación en 1994, ciento treinta y un años después de su redacción.

Se trata de una novela singular dentro de la producción verniana. Destila, por ejemplo, un pesimismo que no caracterizaría a su obra hasta sus últimos años, contraviniendo en apariencia la percepción general del viraje de Verne desde la fascinación y confianza en la tecnología a la desilusión por el rumbo que tomaba el mundo (camino de la Primera Guerra Mundial). Más significativos, sin embargo, me parecen la audacia y rigor especulativos, mucho más cercanos a los parámetros de la ciencia ficción moderna que las máquinas asombrosas que protagonizarían una parte importante de su producción.

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En “París en el siglo XX” (Paris au XXe siècle), Verne realizó un esfuerzo importante e informado de predecir los adelantos que vería el mundo durante los cien año siguientes, y su acierto fue notable, anticipando los vehículos con motor de explosión, el tren elevado (con impulso electromagnético) o el fax (todo ello a partir de avances de su época). Su principal interés, no obstante, se centraba en denunciar (ya entonces) el desprecio hacia las humanidades a favor de las ciencias prácticas, pintando toda una distopía que, pese a cierto tufillo reaccionario, no carecía en absoluto de méritos.

La historia arranca con la entrega de unos premios académicos, en los que el protagonista, el joven Michel Dufrénoy, es ridiculizado por su especialidad, la poesía latina, mientras que ingenieros, economistas y matemáticos son aclamados. Sus sinsabores no han hecho más que empezar, pues de vuelta a su casa, acogido por su tío Stanislas Boutardin (pues es huérfano), descubre que pasará el resto de su vida ocupado en cuestiones prácticas, trabajando para el banco familiar, allá donde sus escasos talentos le permitan.

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A partir de ese punto, la historia de Michel es la de un inadaptado, un soñador en un mundo que ha renunciado a los sueños (pese a vivir en medio de auténticas maravillas tecnológicas). En su deambular conoce a compañeros de inquietudes, como Quinsonnas (claramente un alter ego del propio Verne), que ilustra al joven sobre las verdades de la vida, al tiempo que alienta en él una pequeña llama de rebeldía, o su tío Huguenin, bibliotecario y uno de los últimos defensores del olvidado arte literario; e incluso encuentra el amor (platónico), en la figura de Lucy, hija de su antiguo maestro. La realidad fría e implacable del París de 1960, sin embargo, acaba aplastando las vanas esperanzas de Michel, propinándole una serie de golpes que acaban, como toda buena antiutopía, demostrando que no hay lugar para la disensión en ese futuro desesperanzador.

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Pesimista, ¿verdad? Sí, mucho, aunque no creo que deba necesariamente desprenderse de ello que Julio Verne contemplara realmente ese futuro como probable. “París en el siglo XX” supone una evolución lógica de la sátira que es posible encontrar, por ejemplo, en la obra de Victor Hugo (uno de los autores más ensalzados en la novela). En vez de ridiculizar las deficiencias presentes, sin embargo, lo que hace es proyectarlas hacia el futuro, exagerando tendencias negativas y llevándolas a sus últimas consecuencias. El resultado no es muy diferente del que consiguió Ray Bradbury, casualmente en torno a un siglo después, con su “Fahrenheit 451”. La tecnología en sí no es mala. No es en modo alguno la fuente de la faceta distópica. Lo negativo es el abandono del arte y la poesía, aplastados bajo el ciego utilitarismo que una perspectiva limitada del progreso podría acarrear.

No todo son parabienes, sin embargo. Hetzel tenía mucha razón en su apreciación de que una novela así hubiera podido hundir la carrera de Verne en sus inicios. Aparte de presentar un enfoque tremendamente adelantado a su época (aunque ya había habido intentos anteriores de anticipar el futuro, tales como “L’an 2440”, de Louis-Sébastien Mercier en 1771, “Napoleón et la conquête du monde”, de Louis Geoffroy en 1836 y, sobre todo, “Le roman de l’avenir” y “Le monde tel qu’il sera”, de Félix Bondin y Emile Souvestre, en 1834 y 1846 respectivamente), la inexperiencia del autor queda de manifiesto en su valoración arbitraria de autores contemporáneos (al parecer, resultaba más importante hacerle la pelota al editor que ser un juez justo de sus respectivos méritos), o su recalcitrante conservadurismo musical (impropio de un hombre relativamente joven, pues por entonces contaba con 35 años).

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Por otro lado, capítulos como aquel en que Michel trata de sobrevivir adaptando obras de teatro antiguas al (mal) gusto contemporáneo están plenamente certeros en su crítica, y no resulta complicado imaginar ese mismo trabajo, en el 1960 real, desempeñado por guionistas del cine más vacuo y comercial.

A “París en el siglo XX” le falta equilibrio y le sobra un poco de grandilocuencia, pero constituye una lectura interesantísima y demuestra, cuando menos, que la ciencia ficción de Julio Verne hubiera podido ser mucho más sofisticada de lo que finalmente pudimos disfrutar (tampoco es que obtener a cambio “Da la Tierra a la Luna”, “Viaje al centro de la Tierra”, “20.000 leguas de viaje submarino” y tantas y tantas otras constituyera un premio de consolación, ni mucho menos: sobre todo porque fue sin duda su popularidad la que dio el impulso definitivo para que el género despegara).

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Es la muestra perfecta de lo que suele etiquetarse de “adelantada a su época”, mostrando un 1960 tremendamente reconocible pese a las sensibilidades claramente decimonónicas de sus habitantes y alertando de una postura intelectual que, lejos de haber sido superada, sigue muy presente en el pensamiento de muchos, que desprecian lo humanístico deslumbrados por el utilitarismo del progreso.

Otras opiniones:

~ por Sergio en agosto 9, 2016.

2 respuestas to “París en el siglo XX”

  1. La leí hace bastantes años y disfruté mucho, aunque la lectura no resultó tan excitante como en los años de juventud. En la adolescencia devoré decenas de sus obras. Mis favoritas fueron «La vuelta al mundo en 80 días», «Un capitán de quince años» y «El faro del fin del mundo».

    • Hoy en día, Verne es un autor eminentemente juvenil, pero sólo porque su influencia fue tan absoluta que se perciben ecos suyos en toda la producción de ciencia ficción y aventuras posterior (y ello, retroactivamente, perjudica a la apreciación moderna de su obra). También disfruté mucho de «El faro del fin del mundo»… en mi lectura de niño, no tanto cuando lo recuperé hace unos años (supongo que como ya no es todo nuevo y maravilloso he perdido algo de paciencia con el estilo decimonónico, lo que por desgracia también afecta un poco a otros autores que devoré de niño, como Haggard).

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