Infierno

La conexión entre ciencia y ciencia ficción es patente. Numerosos científicos  (anglosajones), algunos de ellos muy destacados en sus respectivos campos, han desarrollado (en paralelo o alternadas) fructíferas carreras a ambos lados de la frontera que separa hecho y ficción (sin que ello les haya supuesto, al menos desde los años 40, un descrédito profesional).

Resulta evidente que sus conocimientos especializados les permiten enriquecer la calidad especulativa de sus historias, pero la flecha, aunque resulta menos habitual, también puede apuntar en la dirección opuesta, haciendo valer la ficción para apoyar, desde la libertad que proporciona el marco probatorio más laxo de la ficción especulativa (por ejemplo, introduciendo premisas no justificadas), una posición específica en alguna de las múltiples controversias científicas. Tal es el caso de «Infierno» («The inferno»), publicada por Fred y Geoffrey Hoyle (padre e hijo) en 1973.

La principal figura del duo es Hoyle senior, radioastrónomo británico que empezó a publicar historias de ciencia ficción, con base generalmente astronómica dura, a finales de los años 50. Más adelante, a partir de 1963, inició una larga colaboración con su hijo Geoffrey que produjo catorce novelas, entre ellas la que nos ocupa. Dentro del campo de la astronomía, Sir Fred Hoyle es un personaje tan importante como polémico. Fue, por ejemplo, uno de los científicos que desarrolló la teoría de la  nucleosíntesis estelar (la formación de átomos de los elementos primordiales en el corazón de las estrellas). El artículo fundamental sobre la materia se publicó en 1957, y le valió a uno de los coautores, William Fowler, el premio Nobel de 1983 (compartido con Subrahmanyan Chandrasekhar). El que Hoyle, con una contribución al menos tan importante como Fowler a la nucleosíntesis, no fuera galardonado ha recibido diversas interpretaciones, entre las que destaca la supuesta renuencia del comité seleccionador a dar apoyo a sus «otras teorías».

Así, por ejemplo, defendió la panspermia como alternativa a la abiogénesis de origen terrestre, argumentando que la probabilidad de que se formara vida en la Tierra a partir de compuestos inorgánicos era equivalente a que un tornado arrasara un hangar de piezas de respuesto y en el proceso construyera un Boeing 747 (argumento que ha pasado a la literatura científica como «la falacia de Hoyle», pues no tiene en cuenta multitud de factores, siendo el más importante que la vida, al contrario que los productos industriales, evoluciona desde sistemas simples a complejos); describió Stonehenge como un sistema neolítico para la predicción de eclipses (teóricamente posible, aunque requiriendo en la práctica unos conocimientos astronómicos y matemáticos excepcionalmente avanzados); relacionó las epidemias de gripe con los ciclos solares (buscando evidencia de un origen extraterrestre para el virus); y, sobre todo, se empecinó en una teoría cosmológica alternativa a la del Big Bang, la Teoría del Estado Estacionario (paradójicamente, fue él quien acuñó el término «Big Bang» en un debate radiofónico en que lo atacaba).

Según esta teoría, desarrollada en 1948, el universo no tiene ni principio ni fin, y consigue mantener una densidad constante, a pesar de su continua expansión, por medio de la creación de nueva materia (alrededor de un átomo de hidrógeno por metro cúbico cada mil millones de años, y cinco veces esa cantidad en materia oscura). Pese a la elegancia de un universo inmutable (que le ganó muchos adeptos en los años 50 y principios de los 60), las pruebas comenzaron a acumularse en su contra (siendo el primer golpe importante el descubrimiento en 1964 de la radiación de fondo de mircoondas, la huella del Big Bang). De modo que para 1970 ya había perdido casi todos los apoyos. Pese a ello, Hoyle siguió empecinado, proponiendo diversas modificaciones a su teoría a medida que los datos iban acumulándose en su contra. En este proceso, «Infierno» bien podría considerarse parte implicada (aunque sólo fuera con fines propagandísticos).

Uno de los principales debates astronómicos de los años 60 versó sobre la distancia de la Tierra a la que se encuentran los cuásares. El corrimiento hacia el rojo de su espectro de emisión sugería distancias tan enormes que obligaban a una luminosidad más allá de toda escala conocida hasta el momento. Esto afectaba a la Teoría del Estado Estacionario en el sentido que, por definición, no permite diferencias en la estructura del universo actual y pasado. Si los cuásares sólo se detectaban a enormes distancias eso quería decir que sólo existieron en el pasado lejanísimo… desmontando la idea del universo estático.

Así pues, ni corto ni perezoso, Fred Hoyle decidió especular con la posibilidad de que nuestra propia galaxia se transformara en cuásar, caracterizando este evento como una superexplosión del centro galáctico (algo así como una meganova)… defendiendo de paso la posible existencia de cuásares modernos y, de rebote, la pertinencia del Estado Estacionario. Huelga aclarar que un acontecimiento tan energético «a la vuelta de la esquina» no pinta demasiado bien para las opciones de supervivencia de la especie humana.

La novela, pese a su brevedad, se subdivide en tres bloques bien diferenciados, que podrían caracterizarse como preapocalíptico, apocalíptico y postapocalíptico. En el primero nos encontramos con el doctor Cameron, un físico escocés de altas energías (en el CERN) a quien se le pide que medie en una disputa entre ingleses y australianos en torno al método de construcción de un radiotelescopio internacional en Australia. En estos capítulos los autores presentan los entresijos administrativos y políticos de la ciencia, con una maraña de intereses enfrentados (que, a decir verdad, a Cameron se la traen bastante al fresco).

Una noche, sin embargo, los cielos australianos se ven invadidos por una nueva luminaria, localizada en dirección al centro galáctico. La extrañeza inicial da paso al entusiasmo y de ahí a la preocupación cuando las posibles consecuencias del fenómeno entran en liza.

De regreso a Gran Bretaña, Cameron reparte un poco de leña entre los científicos consultores del gobierno y se las pira a las Highlands, a su terruño familiar, para pasar el apocalipsis en uno de los lugares menos expuestos del planeta (lo cual no es óbice para que las descripciones se sobren para justificar el título de la novela, en la que posiblemente sean sus segmentos más sólidos). Pasados los peores momentos de la crisis, Cameron se encuentra ante los restos de una cultura condenada a la desaparición, erigiéndose en una especie de líder tribal que guía con mano firme los destinos de sus vecinos tal y como hicieran sus antepasados.

Condensar tanto en tan poco resulta difícil, y Fred y Geoffrey Hoyle no salen bien parados, limitándose a hilvanar una serie de episodios postapocalípticos bastante tópicos cuyo único fin parece ser enaltecer la figura de Cameron, todo un macho alfa gaélico. A decir verdad, la actitud del protagonista es chulesca a lo largo de toda la novela, ya sea enmendándoles la plana a los astrónomos en su propio terreno, exponiéndole las verdades de la vida a un ministro (mientras vapulea a la oposición científica) o ejerciendo de cacique en la tierra de sus ancestros. Es casi como si a través del personaje Fred Hoyle hubiera dando rienda suelta a su frustración personal ante el debate científico que estaba perdiendo (él sabe la verdad, y la muerte de todos los que se le oponen parece ser una forma retorcida de proclamar «¡Os lo dije!»… además, sospecho que en también debió aprovechar los elementos sobre radioastronomía para soltar un par de sentencias y quedarse a gusto).

Dentro de la literatura apocalíptica, «Infierno» queda un poco en tierra de nadie. La descripción de la catástrofe es interesante y muy vívida (aun apoyada en premisas erróneas), pero tanto las discusiones precedentes como las peripecias posteriores carecen de profundidad e incluso de propósito (más allá de engrandecer la figura casí mítica del Cameron). Así pues, el principal interés de la novela quizás resida en constatar de forma indirecta que los debates científicos se alimentan no sólo de argumentos objetivos, sino también de pasiones subconscientes y dinámicas de dominación y sumisión heredadas de nuestros antepasados animales.

Otras opiniones:

~ por Sergio en marzo 26, 2012.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.