R.U.R. (Robots Universales Rossum)

El escritor checo Karel Čapek comenzó a cimentar su prestigio como escritor en 1920 con la escritura de la obra de teatro «R.U.R» (Rossumovi univerzální roboti). La pieza se estrenó oficialmente en enero de 1921 en Praga y pronto hubo representaciones en Londres, Chicago y Los Ángeles (1923), cosechando así un enorme éxito internacional. La obra no se representa mucho en la actualidad. Su fama deriva de ser la responsable de acuñar uno de los grandes neologismos ya no solo de la ciencia ficción, sino podría argüirse que de todo el siglo XX (y sin que su importancia parezca que vaya a desvanecerse en un futuro previsible), porque fue «R.U.R.» la obra que bautizó a los robots.

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«R.U.R.» es una obra de teatro en tres actos y un epílogo que se ambienta en algún momento del futuro en una isla donde se fabrican hombres artificiales para venderlos por todo el mundo como mano de obra barata («robota» en checo significa «siervo»). El procedimiento lo inventó un viejo materialista llamado Rossum, con el propósito de negar el mérito de Dios (lo cual evoca al «Frankenstein» de Mary Shelley) y lo perfeccionó su sobrino, un ingeniero, con objetivos mucho más pragmáticos. Entre las innovaciones de este segundo Rossum se contaban privar a los hombres artificiales de cualquier anhelo o atisbo de imaginación, para hacerlos mejores trabajadores.

Todo esto se lo va narrando Harry Domin, el director de Rossum, a Elena Glory, una joven que ha acudido a la empresa con el propósito de «liberar» a los robots. A la postre, sin embargo, acaba si no convencida, sí al menos resignada y lo que es más, casada con Domin, que es quien se lleva el gato al agua después de que incongruentemente todos los ingenieros de la fábrica (los únicos humanos de las instalaciones) se enamoren instantáneamente de ella. A partir de ahí, la obra da un salto de cinco años y escenifica que no todo ha ido tan bien como se las prometían. Hace una semana que no se reciben noticias de Europa y las últimas son terribles, con guerras por doquier libradas con ejércitos de robots, revueltas y una bajada mundial de la natalidad.

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En Rossum, pese a ser posiblemente la fuente de todos esos disturbios, siguen empeñados en proseguir con su labor, ajenos a las consecuencias y distanciándose de su responsabilidad ética. Concluye el acto con la concreción de una revolución de los trabajadores que atrapa a todos los humanos en la zona residencial del complejo.

El tercer acto, de modo bastante inusual, no supone un cambio de escenario y apenas adelanta unas horas en el tiempo. La rebelión va haciéndose cada vez más violenta y los ingenieros de Rossum se lamentan hipócritamente, mientras se absuelven de toda culpa bajo el pretexto de buscar culpables. La tragedia está servida y nada puede parar la rebelión de los robots, en cuyo triunfo se esconde también el fracaso, porque perdido el secreto de fabricación de los hombres artificiales, en veinte años no quedará nadie, ni humano ni robot, vivo. Čapek, pese a todo, se permite arrojar un rayo de esperanza gracias al epílogo, en el que una pareja de robots (Primus y Elena) se configuran metafóricamente como los nuevos Adán y Eva al haber adquirido la capacidad de amar (aunque nada se apunta sobre cómo solventar el problema de la reproducción).

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Curiosamente, el motivo por el que «R.U.R.» ha pasado a la historia, renombrar el viejo arquetipo del gólem en la edad de las máquinas, no podía estar más lejos de las intenciones originales del autor. Sí que es evidente su inspiración tanto en «Frankenstein» (1818) como en «La Eva futura» de Auguste Villiers de l’Isle Adam (1887), la novela que acuñó el término «androide», pero su propósito era llevar el arquetipo al terreno de la fábula política, de ahí que renunciara a los términos «androide» o «autómata» e inventara uno nuevo que centrara conceptualmente la historia en el terreno de la lucha de clases (su idea original era llamarlos «labori» o «trabajadores» y fue al parecer su hermano Joseph quien le propuso «roboti»).

Analizar políticamente la obra no es tarea sencilla. Sí, son muy evidentes los paralelismos entre la rebelión de los robots y la revolución bolchevique de tan solo tres años antes, pero quedarse ahí sería un error, porque Čapek denuncia también la explotación obrera que trajo consigo el industrialismo, con una más que evidente separación de clases entre los burgueses humanos y un inmenso proletariado al que se deshumaniza y se le niega cualquier vía de trascendencia. Asociado a ello, casi por necesidad, hay una crítica casi ludita hacia el avance tecnológico, del que ha derivado el taylorismo y de él la cadena de montaje fordista (un proceso de construcción que se replica en la creación de los hombres artificiales de Rossum)… por no mencionar los horrores de la mecanización llevada al terreno bélico, tal y como se había experimentado por primera vez durante la Gran Guerra recién concluida.

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Eso sí, la carga principal de la crítica recae sobre esa revolución proletaria estéril, instrumentalizada, incapaz de crear nada y desprovista de cualquier rasgo de humanidad (abundando en la misma visión que, desde el interior, plasmó ese mismo 1920 Evgueni Zamiatin en «Nosotros«, que solo vio la luz en 1924 en inglés; 1927 en checo). Cuatro años después, en 1924, publicó un artículo titulado «Por qué no soy comunista» (en realidad, formaba parte de una serie en la que varios intelectuales checos contestaban esa misma pregunta) en el que explicitó lo que había sugerido en «R.U.R.». Podéis leerlo (en inglés) a través de este enlace. Un apunte que pudo decantar la elección de la palabra «robot»: en ruso (y en muchas otras lenguas eslavas), «trabajo» («работа») tiene esa misma raíz.

Como las mejores sátiras, «R.U.R» no asume un posicionamiento fácil, sino que busca una postura propia y golpea sin miramientos en todas direcciones. Por desgracia, la ejecución no termina de estar a la altura de las intenciones y la obra de teatro cojea bastante en lo que se refiere a sus personajes, que están ahí como meros vehículos para plasmar las ideas del autor, sin mostrar una pizca de personalidad (algo especialmente notable en el caso de Elena). Tampoco los robots cuentan con un portavoz a la altura, lo que a la postre diluye el mensaje. No es de extrañar, por tanto, que en las representaciones los dramaturgos optaran por diferenciarlos a través de vestiduras y maquillajes que los mecanizaban, distanciándolos así de la intención del autor (que los visualizaba más como una masa indiferenciada).

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A la postre, la palabra, «robot», arraigó en el imaginario de la ciencia ficción pulp y aunque no he sido capaz de encontrar información fehaciente sobre su introducción, a lo largo de los años treinta fue cobrando popularidad y resignificándose. A partir de 1940, sobre todo gracias a la labor de Isaac Asimov (quien en 1943 inventó el término «robótica» para definir la ciencia que estudia los robots), fue cambiando la percepción del robot como un peligro que había creado «R.U.R.» (lo que definió como el «complejo de Frankenstein») y hoy en día es una palabra tan común que se tiene de volver a «androide» para distinguir a los robots humaniformes de todos los demás.

Otras opiniones:

~ por Sergio en marzo 21, 2023.

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