Puente mental

Tras el éxito arrollador (y merecidísimo) de su primera novela de ciencia ficción, «La guerra interminable«, Joe Haldeman se había convertido en 1975 en el gran nuevo autor del género. De modo que tras haber lanzado (juiciosamente bajo pseudónimo) un par de novelitas pulp muy menores (sobre Attar, el sirénido, una suerte de Namor biotecnológico), el público esperaba con expectación su siguiente título, que resultó ser «Puente mental» («Mindbridge», 1976).

El resultado supo estar a la altura de este interés, con la novela aunando el éxito crítico con el comercial. Con el paso de los años, sin embargo, esta consideración inicial no se ha mantenido, y ha ido cayendo poco a poco en el olvido; lo cual es perfectamente lógico, a tenor de varias cuestiones que iré comentando a lo largo de esta reseña. Pero antes, una pequeña sinopsis.

«Puente mental» nos narra la historia de Jacque LeFavre, un joven de un futuro más o menos cercano en el que se ha descubierto un sistema de teletransporte que permite a la humanidad explorar, e incluso con cierto esfuerzo colonizar, una burbuja de unos cien años luz en torno a la Tierra. Tras detallarnos sus conflictos paterno-filiales y narrarnos las dificultades que experimenta para graduarse por culpa de un carácter excitable, en su primera misión (equipado con una armadura que recuerda a la de «Guerra interminable») su equipo descubre un extraño organismo invertebrado que concede a quienes lo tocan la habilidad de comunicarse telepáticamente entre sí (con una capacidad que va disminuyendo con cada sucesivo contacto… y el inconveniente de que el primero acaba muriendo indefectiblemente al cabo de cierto tiempo).

Por suerte para LeFavre, él es el segundo, así que vuelve a la Tierra como el humano con mayor habilidad telepática que nunca haya existido… lo cual viene al pelo cuando una misión posterior acaba tropezando con una raza extraterrestre no solo tecnológicamente avanzada (y posiblemente en grado superior a la humana), sino al parecer agresiva.

Todo esto se cuenta por medio de una estructura más ambiciosa que lograda de capítulos cortos, que combina aquellos que siguen una narrativa más o menos clásica (aunque alternando la tercera persona con unos pocos fragmentos en primera persona), junto con piezas contextuales que reproducen documentos de muy diverso tipo (memorandos, transcripciones, notas técnicas…). Es algo que recuerda un poco al Brunner de «Todos sobre Zanzíbar«, aunque Haldeman no logra nunca replicar su verosimilitud y maestría. En conjunto, ofrecen una historia que oscila entre dos visiones, que podríamos llamar la LeFravefuga (desde Jacque hacia el exterior) y la LeFravepeta (desde el exterior hacia Jacque); o también las realidades subjetiva/individual y objetiva/grupal.

No es mero exhibicionismo vacío. Esta estructura pretende reflejar el gran mensaje de la historia: por un lado la unión entre la conciencia racional y la animal, y por el otro la difuminación de la barrera entre el yo y el nosotros; todo ello, por supuesto, a través de un puente mental.

Como se puede apreciar, había mimbres suficientes para que se erigiera en todo un clásico como su predecesora. Por desgracia no ha sido así, y ello se debe en parte a deficiencias intrínsecas (las ya mencionadas reiteración temática con la superior «La guerra interminable» e insuficiencia estilística de Haldeman, al que la experimentación formal le viene un poco grande), pero sobre todo a cuestiones externas, que se enraízan casi por completo en el contexto histórico en que se escribió y publicó.

Para empezar, Haldeman trató de sumarse tardía e imperfectamente a una revolución, la de la New Wave, que ya se encontraba agonizante, haciendo uso eso sí de unos elementos y escenario que ya reflejan ese retorno a la ciencia ficción «clásica» que caracterizaría la siguiente gran etapa dentro del género. De un modo harto irónico, «Puente mental» es una novela puente entre estilos, y si bien eso a veces constituye un aliciente para la lectura, más a menudo logra únicamente dejarla en tierra de nadie. Para terminar de agravar su condena por obsolescencia, es hija de ese breve lapso en que la parapsicología trató de conquistar respetabilidad académica, y su tratamiento (pseudo)científico de la telepatía (y otras magufadas menores como las auras kirlian) choca frontalmente con la pretendida rigurosidad del relato (tampoco es que el teletransporte, tal y como se describe, resulte especialmente científico, aunque al menos sí que presenta la pátina correcta de tecnicidad).

Pese a todo, aún hubiera podido sobreponerse a estos escollos si, a la postre, hubiera ofrecido una reflexión coherente y sugestiva sobre el ser humano. Por desgracia, la tesis de Haldeman no termina de resultar ni perspicaz ni atractiva. Dominado quizás por los fantasmas que arrastraba tras sus experiencias en la Guerra de Vietnam (que, por una vez, no encuentran reflejo directo en la historia), Haldeman arroja una extraña y poco desarrollada idea de hermanamiento universal (y más que hermanamiento, identidad unitaria humana), que se antoja más deseo que convicción. El que además Jacque LeFavre, como modelo de supuesta excelencia metahumana, resulte un personaje más bien patético y, en ocasiones, hasta odioso, no ayuda a hacernos tragar la píldora.

El golpe de gracia se lo asesta otra circunstancia que pone de nuevo de manifiesto lo mal preparado que estaba desde una perspectiva literaria para afrontar la tarea que se había propuesto, porque la trama avanza a golpe de deus ex machina, en forma de procedimiento científico descubierto por puro accidente, explicación postergada por un milenio y ofrecida sin desarrollo y, ya para terminar de agotar la paciencia, discurso expositivo en boca de alienígena que todo lo sabe. En otras palabras, la novela no proporciona al lector la oportunidad de alcanzar sus propias conclusiones porque ni se molesta en aportar todos los datos necesarios para construirlas. En vez de ello, se limita a saltar directamente a su interpretación, lo cual denota o bien escasa confianza en el lector, o bien una carencia de pericia por parte del escritor.

Una lástima, porque el planteamiento es de lo más intrigante, y ese procedimiento de exploración, con sus complejas (si bien un poco arbitrarias) reglas, hubiera podido ponerse al servicio de una historia con mucho más gancho. «Puente mental» es una sugerente historia de exploración, imbricada con una decepcionante de primer contacto, que queda englobada en una fallida reflexión humanística.

«Puente mental» fue finalista del premio Hugo de 1977 que acabó conquistando la no menos problemática «Donde solían cantar los dulces pájaros«, de Kate Wilhelm, con el quinteto completado por nombres ilustres con títulos que van de la adelantada a su tiempo (aunque imperfecta) «Homo plus» de Frederik Pohl (ganadora del Nebula), al Silverberg menor de «Sádrac en el horno», pasando por la divisiva «Hijos de Dune» de Frank Herbert. De igual modo, quedó en segundo lugar en la votación de los Locus, por detrás de la novela de Wilhelm.

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en octubre 14, 2019.

3 respuestas to “Puente mental”

  1. Otro que no leeré.
    Por cierto, hay un «divisiba» con B que duele a la vista.

  2. La tercera portada está buenísima, le leería solo por eso.

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