Cine de terror 1930-1939: un mundo en sombras
Hay décadas cruciales para la definición de todo un género. En el cine, por ejemplo, lo que hoy se percibe como ciencia ficción se conformó en los años cincuenta. El terror, sin embargo, tuvo su década definitoria veinte años antes, y fue un período tan esplendoroso (o sombrío, según se mire), que no solo consolidó los arquetipos y los recursos que aun hoy siguen dibujando pesadillas en las pantallas, sino que su influencia se extendió a la propia consolidación de personajes y motivos cuya silueta se perfila, oscura, sobre toda la producción posterior.
Ese período fascinante en la evolución del género lo sitúa bajo la lupa Pedro Porcel en el nuevo monográfico cinéfilo de Desfiladero Ediciones (tras el dedicado al cine cómico español de los años cincuenta), un volumen con casi cuatrocientas páginas y alrededor de setencientas fotografías, que no solo realiza un repaso exhaustivo a los títulos, sino que analiza temáticas, relaciona la producción con la evolución del contexto social y se sumerge de tanto en tanto en el complejo entramado de grandes y pequeños estudios, luchando por impactar al espectador y hacerle sentir esos estremecimientos por los que estaban más que dispuestos a pagar el boleto de entrada en los cines.
El autor se muestra extremadamente metódico en su aproximación a un fenómeno tan amplío que, sin un poco de disciplina, bien hubiera podido superarle. Así, tenemos el libro dividido en seis capítulos, que vienen a ser, descontando un capítulo introductorio, cinco enfoques diferentes, que acotan la temática y la subdividen en segmentos asimilables.
El primer capítulo, «Antes de los monstruos», se preocupa por desvelarnos los cimientos del cine de terror de los años treinta, echando un vistazo a lo que lo precedió. Aquí encontramos las diversas adaptaciones del primer gran personaje del horror, a medias entre el fantástico y el Peligro Amarillo, con el infame doctor Fu Manchú (interpretado siempre, por supuesto, por actores occidentales); el subgénero de la Vieja Casa Oscura (Old Dark House), con sus eclécticos grupos de personajes encerrados en mansiones tétricas con la oscuridad que han llevado consigo; el cine enfermo, deudor de las paradas de monstruos, con sus mutilados, sus locos, sus malvados deformes, capaces de despertar tanta piedad como aversión; y por último esas películas que buscan lo grotesco en lo profundo de la jungla, bien sea en el salvajismo de los indígenas o en ese personaje metafórico que es el gran simio poseído por la lujuria. Lo más interesenta del capítulo, sin embargo, tal vez sea la reflexión final sobre la otredad y su cambiante percepción, a instancias del clima económico.
Todo ello lleva, por supuesto a lo que bautiza como «El triunfo de los monstruos», la llegada de los dos grandes iconos del cine de terror, Drácula y Frankenstein, con su variada y no siempre distinguida progenie. Aprovecha, además, para hablarnos más a fondo de los creadores, de Tod Browning (que ya se había destacado como maestro del cine enfermo), de James Whale, de Bela Lugosi y Boris Karloff, con una atención especial, como merece su estatura icónica (aunque son muchos, muchos más los directores y actores cuyas aportaciones se detallan en el libro, saltando adelante y atrás entre largometrajes conocidos e justa o injustamente olvidados.
La «Pluralidad del monstruo» analiza la evolución entre 1932 y 1934, el período quizás más libre, antes de que la autocensura llegara para amansar los monstruos, con títulos seminales como «La isla de almas perdidas» (inspirada en «La isla del Dr. Moreau«), las diversas encarnaciones del doctor Jekyll, el primer zombi (del tipo haitiano, en «White zombie»), la llegada de ese otro icóno del horror que es la momia y más, muchas más películas, cada una de ellas ahondando en nuestras peores pesadillas, buscando satisfacer los instintos más morbosos de la audiencia (y si eso ya lo hacían los grandes estudios, no hace casi falta ni comentar cómo se lanzaron a explotar estas necesidades en niveles… menos glamurosos (en donde, sin embargo, acabaron recalando muchos nombres de primera fila, empujados por las circunstancias económicas).
(1935-1939) es el período de «El monstruo domesticado», que se abre con dos grandes aportaciones al panteón de los clásicos («La novia de Frankenstein» y «El lobo humano», que presenta por primera vez a un personaje, el del hombre-lobo, cuya fama crecería en otras décadas). Es la época en la que los grandes nombres, como Lugosi, Karloff o Peter Lorre, tienen que buscar películas más y más derivativas para seguir trabajando. Ha entrado en vigor el código Hays, que supone un golpe casi mortal a un cine que se caracteriza precisamente por su desafío a los valores morales de la audiencia. Aquí nos encontramos con títulos como «Las manos de Orlac», en una cartelera que poco a poco va viendo como se reducen los títulos de horror (pese al éxito de la reposición de «Drácula» y «Frankenstein» en 1938).
Los dos últimos capítulos están dedicados a examinar la producción terrorífica en otras partes del mundo. En «El horror británico. Estrellas foráneas y folletines sangrientos», el autor examina las peculiaridades del segundo gran productor de cine de género terrorífico de la época, que se aleja del componente fantástico que predomina desde 1931 en los EE.UU., bebiendo de un clasicismo que se nutre de la tradición macabra folletinística (que alcanzó, de hecho, su máxima expresión en las Islas Británicas); mientras que en «Otras voces, otros ámbitos», realiza un recorrido por la cinematografía mexicana (claramente influenciada por el catolicismo y en algunos aspectos más atrevida), la alemana, que había despuntado antes pero que en los años treinta aún aportó películas de la categoría de «M, el vampiro de Düsseldorf» o «El testamento del doctor Mabuse» o extrañezas inclasificables como «Vampyr, la bruja vampiro»; y de ahí a ejemplos más puntuales polacos, franceses, japoneses, chinos… o la escasísima (y no demasiado ilustre) aportación española al terror de los años treinta.
Todo ello se complementa con una nutrida bibliografía y unos índices que permiten acceder directamente a la información por persona (actor, director…) o película.
«Cine de terror 1930-1939: un mundo en sombras» es una obra de consulta imprescindible, ya no solo para conocer una filmografía que sigue siendo en muchos casos totalmente disfrutable, sino por su labor de análisis, que trasciende la mera presentación de datos (muchos, muchos datos), para hablarnos de la esencia misma de la fascinación por el horror, que en aquella década alcanzó, quizás, su mayoría de edad. A lo largo de los capítulos, por su enfoque, podemos encontrarnos, eso sí, alguna pequeña redundancia (porque es muy difícil compartimentalizar un fenómeno tan complejo), así que recomendaría la lectura reposada, bien sea en el orden que propone el autor (que, a mi espíritu evolutivo, le parece perfecto), bien saltando de acuerdo con intereses más personales.
Por último, no puedo terminar esta reseña sin mencionar el excelente aspecto formal de la obra, con una maquetación cuidadísima y un riqueza gráfica que ya por sí sola casi justifica el volumen. Lo de «un mundo en sombras» puede hacer referencia no solo a la temática, sino al hecho de que se trata de películas rodadas en blanco y negro, y en estos casos el juego de luces y sombras es crucial en las composiciones (algunas de elllas deudoras, además, del expresionismo), con lo que cada fotograma resulta en sí mismo una pequeña obra de arte… ¡y hay centenares! (eso sin contar el arte de los pósters, veinticuatro de los cuales están reproducidos a todo color).
Una obra extraordinaria que destila amor por la oscuridad, lo enfermizo y lo aterrador. Justo los sentimientos que hicieron de aquella década la determinante en la evolución, ya no solo del cine de terror, sino del propio género en su conjunto (fijando, por ejemplo, una interpretración específica de los grandes iconos, de impacto superior incluso al de los originales literarios).
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