Anatema

La ciencia ficción permite contradicciones curiosas, como la de estar profunda y radicalmente en contra de todo lo que fundamenta una novela… y aun así no dudar en considerarla una de las obras más significativas del género en lo que llevamos de siglo y una de las lecturas más gratificantes en años. Justo eso me ha pasado con «Anatema» («Anathem», 2008), de Neal Stephenson.

La novela es una obra monumental, que nos lleva al mundo de Arbre, un planeta similar a la Tierra en el que 3.689 años atrás, a consecuencia de los Hechos Horribles (se infiere que una guerra mundial nuclear), los científicos se encierran voluntariamente en monasterios, distanciándose del mundo secular, según la norma a la que se adscriban, por períodos de diez, cien o mil años. Una convivencia compleja (incluyendo tres grandes Saqueos a lo largo de los siglos) ha dado lugar a una situación más o menos estable, en la que los fraas y las sures apenas pueden sino realizar estudios teóricos y el mundo exterior se ha estabilizado en un grado de desarrollo tecnológico similar al nuestro (con pequeñas diferencias arriba o abajo según disciplinas).

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Todo parece estable en preparación del apert (diez días de puertas abiertas) decenario y fraa Erasmas, junto con sus compañeros de «promoción» se prepara para escoger la orden a la que dedicará el resto de su vida, cuando empiezan a surgir novedades que sacudirán el ordenado sistema de Arbre y provocarán cambios que no se han visto desde el Tercer Saqueo… o quizás desde mucho antes, desde la propia fundación del sistema cenobítico; y en el núcleo mismo del problema se sitúa una polémica científica que enfrenta desde hace milenios a procianos y halikaarnianos (a grandes ragos, realistas platónicos e idelistas transcendentales) acerca de la naturaleza misma de la realidad (introduciendo en la ecuación una buena medida de física cuántica).

No voy a revelar nada más sobre la trama. Hacerlo supondría cargarme lo que tiene de especial la novela, que es el proceso mismo de descubrimiento de las teorías científicas y filosóficas (con nombres adecuadamente alterados, para eliminar preconcepciones) y las sucesivas sorpresas que depara la historia. Tan sólo diré que he disfrutado de todas y cada una de las páginas, desde el detallismo con que se describe en los capítulos iniciales el día a día en el concento de Sante Edhard (que incluye un sugerente episodio acerca de los arquetipos negativos que el mundo secular achaca a los avotos… o lo que es lo mismo, los arquetipos populares del científico maligno), hasta la resolución de la crisis tras un gran convox (concilio) que permite discusiones extensas sobre la naturaleza cuántica de la realidad, la forma en que podrían funcionar nuestros sentidos y nuestra conciencia y las implicaciones que podrían tener determinadas teorías cosmológicas respecto a nuestra posición en multiverso, todo ello pasando por el peregrín (peregrinaje) de fraa Erasmas por Arbre, a la búsqueda de las claves que puedan explicar los desconcertantes acontecimientos en que se ve implicado. Y eso que, como decía al principio de la entrada, si lo pienso detenidamente he de posicionarme en contra de todo cuanto fundamenta la novela.

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Para empezar, filosóficamente me encuentro mucho más cerca de posiciones halikaarnianas (por utilizar la terminología de «Anatema») que procianas, y a veces resulta irritante el modo en que Stephenson manipula la narración para ridiculizar las unas y apoyar las otras. Incluso de aceptar cierta interpretación neoplatónica, la combinación entre estas ideas y la teoría cuántica de los muchos mundos (policósmica) me parece incongruente (más que nada, porque plantea más interrogantes de los que resuelve y se «olvida» de hipotetizar sobre el mecanismo que permite el flujo unidireccional de información interuniversal).

De igual modo, existe una contradicción entre la asumción de esta interpretación de la mecánica cuántica, desarrollada específicamente para eliminar la necesidad de un observador, y la resolución de la crisis, que sugiere el colapso dirigido de la función de onda (necesitaríamos pues una interpretación de los muchos mundos literal, para permitir universos paralelos, por no hablar de una explicación de la conciencia que partiendo de Husserl debe mucho a las teorías de Roger Penrose… al tiempo que se defiende una suerte de interpretación local de Copenhague que explicara la fenomenología del clímax). No puedo decir que entienda por completo todas las ideas barajadas (mi conocimiento de la física cuántica no pasa del nivel de divulgación), pero sí que noto que ahí hay algo que no cuadra.

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También me quedo con la sensación de que Neal Stephenson, con todo el estudio que le ha dedicado, no entiende de verdad la ciencia. El sistema de concentos, que defiende implícitamente como más ideal que nuestra estructura investigadora, es en realidad profundamente anticientífico. No sólo porque niega en gran medida la experimentación, un pilar fundamental del método científico, sino sobre todo porque contempla el aislamiento como una virtud (otorgando, por ejemplo, ventajas inexistentes a capítulos de avotos que pueden pasarse hasta un milenio sin intercambiar ideas con ningún grupo externo). Lo que propone (quizás por influencia de su Ciclo Barroco) tiene más de filosofía (sobre todo epistemológica) que de ciencia… y no parece darse cuenta de ello (o, peor, considera que la ciencia es intrínsecamente peligrosa y que debe ser limitada).

Así pues, resulta que cuanto más me he detenido a pensar en «Anatema», más pegas le he ido encontrando. Lo importante, sin embargo, es que me ha forzado a detenerme a pensar, y eso es algo que echo de menos en buena parte de la ciencia ficción contemporánea (que parece decantarse por explotar preferentemente la vertiente lúdica). Además, el autor ya avisa de que lo que nos presenta no es un ensayo, sino una obra de ficción. Es cierto que hace uso de un neoplatonismo moderno

Poco menos que de la nada, ha aparecido esta novela, con una ambición que no veía desde «Diáspora» y con una tesis provocativa y un escenario singular y meticulosamente planeado, por no hablar de una calidad literaria notable (y si a todo ello le añadimos las típicas gotas de humor con las que  Stephenson va salpicando la narración, miel sobre hojuelas).

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Con estos credenciales, «Anatema» conquistó el premio Locus de ciencia ficción, por delante de «Materia«, de Iain Banks (lo cierto es que es un autor al que se le da bien el premio, pues supuso su quinta victoria). Estuvo también nominada al Hugo, que acabó llevándose (de forma harto incomprensible) Neil Gaiman con «El libro del cementerio» (a su crítica me remito), compartiendo nominación (y vergüenza) con «Pequeño hermano«, de Cory Doctorow, «Saturn’s children«, de Charles Stross, y «La historia de Zoë«, de John Scalzi.

Otras opiniones:

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~ por Sergio en junio 21, 2016.

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