La intersección de Einstein
En 1967 Samuel R. Delany era, junto con Roger Zelazny, la máxima expresión de los aires de renovación que soplaban sobre la ciencia ficción. Al contrario que otros grandes nombres del movimiento (Brian Aldiss, John Brunner, Robert Silverberg…), unos pocos años mayores, ellos no habían vivido otras sensibilidades, no habían cambiado, sino que habían irrumpido directamente en la cresta de la (nueva) ola.
El caso de Delany muestra además una precocidad inusual. Premio Nebula ya a los veinticuatro años con «Babel-17«, su séptima novela (la primera publicada independientemente, fuera de la colección Double de ACE), a los veinticinco obtuvo su segundo galardón con su siguiente obra, «La intersección de Einstein» («The Einstein intersection», 1967). Ese mismo año obtuvo también el Nebula de relato por su aportación a «Visiones Peligrosas», «Por siempre y Gomorra».
También es cierto que una explosión creativa tan brillante y tan temprana quizás condicionó su carrera, que después de 1968 (con otro Hugo y otro Nebula por el relato «El tiempo considerado como una hélice de piedras semipreciosas») ya no volvió a rayar a la misma altura. En el lapso que media entre entonces y 1962, sin embargo, redefinió lo que se podía exigir a nivel literario y cultural a un género conocido hasta entonces principalmente como escapismo popular.
Todo lo cual no quiere decir que sus novelas fueran redondas. Quizás incluso podría argumentarse que sus carencias acentúan sus aciertos, algo que es quizás especialmente cierto en el caso de «La intersección de Einstein».
El protagonista del libro es Lo Lobey, un pastor de cabras de una pequeña aldea. Lobey es bastante normal de cintura para arriba, pero sus caderas y piernas son el doble de grandes de lo que correspondería para su altura, bastante peludas, y sus pies poseen dedos largos, con pulgares parcialmente oponibles y la capacidad prensil de un gran simio. A todas partes le acompaña un voluminoso machete que además de arma es un instrumento musical de viento, similar a una flauta (con agujeros dispuestos a lo largo del mango).
Existe una alta tasa mutacional, de modo que los habitantes de la aldea se dividen entre funcionales (a los que se les añade el apelativo honorífico Lo, La o Le, para machos, hembras y andróginos) y no funcionales, que pasan su vida encerrados en una kaula. Pero no todos los funcionales son iguales, algunos son «diferentes», como Frida, la amada de Lobey, muda pero poseedora de sutiles poderes telepáticos y telequinéticos. Un día, Frida aparece muerta. El responsable al parecer es un diferente de poderes especiales, Niño Muerte (Billy el Niño). Lobey inicia entonces un viaje en su búsqueda, dispuesto no sólo a vengar a Frida, sino a recuperarla.
Faltarían un par de matizaciones para terminar de caracterizar la novela. La primera tiene que ver con el motivo central de la historia, que son los mitos. El principal es el de Orfeo y Eurídice (se considera como inspiración directa la película «Orfeo negro», de Marcel Camus, 1959), pero con él se entrelazan muchos más, desde Teseo y el laberinto del Minotauro hasta Odín y Jesucristo (ambos representados en una misma persona), añadiéndoseles mitos pop, como los Beatles, Elvis Presley o Jean Harlow (la mezcla entre alta cultura y cultura popular se completa con citas de obras de James Joyce, Emily Dickison, Ortega y Gasset o Jean Paul Sartre… intercaladas con fragmentos de su propio diario de viaje, por el Mediterráneo, mientras escribía la novela).
La segunda, que a su vez matiza la precedente, es que los protagonistas de «La intersección de Einstein» no son humanos. Los hombres abandonaron la Tierra treinta mil años antes, persiguiendo la intersección entre lo racional y lo irracional (que Delany identifica de forma un tanto aleatoria en Einstein y Gödel). Tras su marcha, llegó una especie alienígena, que no llega a ser caracterizada, que por motivos ignotos hace propios los sueños y las esperanzas de los hombres, sus mitos, y se encuentran abocados a completar los laberintos (culturales, se supone) humanos antes de aventurarse en los propios.
Con estos mimbres, Delany construye un viaje (algo habitual en su obra) que tiene algo de iniciático y mucho de vital. Juega con el lenguaje (aunque me da la impresión de que la traducción no termina de hacerle justicia), difumina la frontera entre sueño y vigilia, prosa y poesía, ciencia ficción y fantasía, realidad y mito. Nos somete a un bombardeo continuo de referencias, imagina vaqueros que conducen manadas de dragones mansos, flores carnívoras, computadores ancestrales aún en funcionamiento en el subsuelo del planeta y monstruos mutantes (tanto personas como bestias).
Trata también algunos de los temas recurrentes de su obra. Explícitamente la marginación de los diferentes, de forma más tangencial la sexualidad alternativa (con los andróginos, que no terminan de encajar en los mitos humanos y que producen un rechazo visceral en Lobey, y con orgías rituales, apenas insinuadas, para potenciar la variabilidad genética) y, por supuesto, con más razón que nunca, los mitos. De forma más específica, a lo largo de toda la obra existe un conflicto continuo entre estabilidad y cambio, que se expresa tanto en la política de enkaulamiento de no funcionales y rechazo a los diferentes como en la repetición, con pequeñas e importantes variaciones, de los arquetipos míticos.
Sustancia no falta. El problema que pueden encontrar muchos con la novela es que es casi un viaje sin destino. El periplo de Lobey en busca de Frida y el enfrentamiento con Niño Muerte se completan (más o menos), pero poco más encontramos con respecto a conclusiones definitivas. Delany no creía en los finales cerrados. Cada historia existe como fragmento de una mayor, cada viaje sólo enlaza con nuevos destinos, cada libro con el siguiente (de hecho, «Nova«, de 1968, se construye sobre el mito del Santo Grial y «Moby Dick»). ¿Qué ocurrió con los humanos? ¿Por qué los siguiente inquilinos de la Tierra decidieron reconstruir su identidad sobre el molde de nuestros mitos? ¿Qué es lo que realmente sucede en el enfrentamiento final? ¿Adónde conduce la transgresión de los viejos mitos y la creación de nuevos senderos?
«La intersección de Einstein» termina y nos deja con más dudas que respuestas (a lo cual no ayuda el que a Delany le podía cierta soberbia intelectual juvenil y muchas veces muerde más de lo que puede tragar… o quizás de lo que puede desmenuzar para hacérnoslo tragar a nosotros). Esto puede constituir tanto un motivo de fascinación como un obstáculo insalvable para apreciar la novela.
Quienes no tuvieron problema alguno para apreciarla fueron los votantes de los premios Nebula, que distinguieron por segundo año consecutivo a Delany (algo que sólo ha ocurrido otras dos veces, con Frederik Pohl y Orson Scot Card; curiosamente, en los tres casos constituyen los únicos galardones en la categoría de los autores, aunque suman algunas nominaciones adicionales). Los premios Hugo optaron por Zelazny y su «El Señor de la Luz» (otra reinterpretación mitológica en clave de ciencia ficción, utilizando el panteón hinduista en su caso). Quizás pesó el que dos años antes ya habían premiado la opera prima de Zelazny, «Tú, el inmortal«, que presenta grandes similitudes temáticas e incluso formales con «La intersección de Einstein» (aunque es más pobre a nivel literario).
Fue una edición con un alto grado de coincidencia. Aparte de las dos obras premiadas, otras dos, «Chthon» de Piers Anthony y «Espinas» de Robert Silverberg, cosecharon doble nominación.
Otras opiniones:
- De Martín Cristal en El Pez Volador
- De Maga DeLin en Una Vida de Novela
- Artículo de Del en Quinta Dimensión
- De David en Mardedudas
- De Jorge Vilches en Imperio Futura
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