Amos de títeres

¿Es posible mantener separados y evaluar con independencia el texto y el subtexto a la hora de leer una novela? Para muchos sí, a mí me resulta imposible, de modo que muchas de las obras de Robert A. Heinlein se me atragantan. Donde los fans sólo ven (o escogen sólo ver) aventuras trepidantes, yo no puedo sino analizar la intencionalidad última, que no es sino divulgar una ideología muy personal y en no pocos aspectos repulsiva.

«Amos de títeres» («The puppet masters», 1951) es un buen ejemplo de novela sujeta a esta valoración dicotómica. Considerada generalmente como un magnífico ejemplo de ciencia ficción de la edad de oro y tenida como una de las obras más entretenidas de la producción temprana de Heinlein, es también, en contraposición con su producción juvenil, mayoritaria entre 1947 y 1959, una de las que muestran más sin tapujos su filosofía personal (que se ha tildado a menudo de fascista, aunque para mí ello se deriva más bien de la convicción profunda de hallarse, él y sus personajes, en posesión de la verdad absoluta… con la superioridad moral que ello implica).

Ambientada en torno a nuestra época (aunque a efectos prácticos el mayor cambio parece ser la ubicuidad del coche volador), la novela narra los desvelos de una agencia secreta de los Estados Unidos por combatir una peculiar invasión extraterrestre. En contraposición con las típicas flotas alienígenas, la vanguardia del ataque parece consistir en un único platillo volante (que además se prueba falso). Este presunto aterrizaje es investigado por el Patrón (el misterioso jefe de la sección especial) y dos agentes, Sam y Mary (el típico triángulo viejo Heinlein-chico Heinlein-chica Heinlein, que ya he comentado en otras ocasiones y, por tanto, me ahorro analizar ahora).

El desarrollo de las investigaciones lleva a identificar a los tripulantes del platillo volante (el verdadero) como una especie de babosas que, dispuestas en la espalda y unidas a la columna vertebral por la base del cuello, son capaces de controlar los pensamientos y las acciones de los hombres. Este insidioso enemigo comienza a tomar posesión de más y más individuos, hasta el punto que, para cuando los informes del Patrón son creídos en Washington, toda la franja central de los Estados Unidos se ha perdido ante el invasor y se imponen medidas expeditivas para evitar que el resto del país corra la misma suerte.

Sin duda, el mayor interés que en la actualidad presenta la novela (que no es poco) consiste en abrirnos una ventana directa hacia la paranoia y la pérdida de libertades que supuso el macarthismo. La Segunda Guerra Mundial había dejado el mundo separado en dos bloques, con la amenaza de la bomba atómica pendiente sobre las cabezas de las recién estrenadas superpotencias. En medio de la escalada de tensión que se vivió durante esa primera fase de la Guerra Fría, el senador Joseph McCarthy había impulsado en 1950 su famosa caza de brujas, para localizar, aislar y procesar a los sospechosos de abrigar ideas comunistas (en la administración pública, los centros de investigación, el ejército y el mundo de la cultura, en especial Hollywood). Ello llevó a la supresión de derechos y libertades civiles y a la proliferación de acusaciones infundadas (que el propio implicado debía preocuparse por refutar so pena de vérsele aplicada la presunción de culpabilidad), delaciones instigadas como procedimiento para eludir el castigo y otras motivadas por simple envidia o como sistema poco ético para eliminar competencia.

Con el apoyo entusiasta de una población a la que se le había inculcado el miedo contra la amenaza roja, esta situación persistió hasta al menos 1956, y las responsabilidades por las carreras truncadas, los arrestos indiscriminados e incluso alguna ejecución dictada con dudosas garantías procesales nunca han llegado a depurarse (incluso se han establecido paralelismos entre el macarthismo y la vigente Acta Patriótica en contra del terrorismo). ¿Cómo fue todo esto posible? Basta con leer «Amos de títeres» para entender como pensaban los proponentes y defensores de la persecución anticomunista.

El primer paso consiste en deshumanizar al contrario. Bien sea por un alienígena colgado en su chepa o una idea metida en su cerebro, la receta es la misma: matar primero, sin dudas ni remordimientos, y preguntar después. Una vez bien concienciado, hay que estar alerta. Externamente, nada diferencia a los poseídos/comunistas de cualquier buen vecino. El enemigo puede ser la viejecita de enfrente, tu mejor amigo o incluso tu propio padre. Al menor indicio, hay que actuar, de forma clara y expeditiva.

No era un tema nuevo, ya lo exploró por ejemplo John W. Campbell (una gran influencia en el Heinlein primerizo) en su relato de 1938 «¿Quién anda ahí?» (que sería adaptado al cine precisamente en 1951 como «El enigma de otro mundo» y de nuevo en 1982 como «La cosa»). Lo que se añade es la faceta política. Los órganos de gobierno democráticos quedan retratados como obstáculos inmovilistas, incapaces de tomar las duras decisiones necesarias para la supervivencia de la nación (incluso se llega a mostrar como un acto encomiable el que un congresista, previamente liberado de la influencia de un parásito, imponga sus ideas, las del autor, a punta de pistola en la propia cámara de representantes). El fin justifica cualquier medio. El pensamiento único debe imponerse.

Lo paradójico del caso es que el propio Patrón hace uso de una habilidad manipuladora que poco tiene que envidiar a la de los amos alienígenas. Su desprecio por el bienestar de sus agentes (incluyendo a su propio hijo), su disposición a imponer sus ideas (por encima incluso del presidente, al que acaba manejando como a un pelele) o su disposición a usar la tortura (incluso en su propio bando) bajo la sola posibilidad de obtener información, lo transforman en una amenaza tan aterradora como la de los propios extraterrestres.

Incluso algo que se suele destacar como positivo, el que se prescriba el nudismo como procedimiento para demostrar la pureza ideológ… esto, que se está libre de parásito (lo cual lleva a imágenes chocantes, como una sesión del congreso llevada a cabo con sus señorías en pelota picada), no es sino la imposición de las convicciones nudistas del propio Heinlein al mundo (llegando al punto de que ir vestido resulta motivo suficiente para recibir un disparo por parte de «vigilantes» autonombrados). Con este panorama, el que la novela concluya con un nada disimulado llamamiento a invadir el punto de origen de la invasión y destruir sin miramientos a todos esos malditos comunist… perdón, alienígenas, resulta casi anecdótico. La primera víctima de la paranoia institucionalizada es siempre la libertad de la sociedad donde se suscita.

Pasando a temas más neutros, existen hasta tres versiones de esta historia. La primera fue la serializada en la nueva revista Galaxy Science Fiction, entre septiembre y noviembre de 1951 (aproximadamente 45.000 palabras, con censura e incluso algo de reescritura por parte del editor, Horace L. Gold). A partir de ella se publicó la novela como libro independiente por Doubleday, restaurando parte de lo eliminado (hasta llegar a las 60.000 palabras). Sin embargo, quedaron inéditas varias páginas con un contenido sexual demasiado explícito o polémico para la época (así como referencias más directas a la Unión Soviética). Esta versión (unas 90.000 palabras) vio la luz póstumamente, en 1990, con permiso de la viuda de Heinlein.

En español están disponibles todas ellas. La primera, publicada en 1955 en las páginas de la revista argentina Más Allá. La canónica tuvo el honor de inaugurar una de las colecciones de ciencia ficción más importantes e influyentes en nuestro país, Nebulae, aunque bajo el título de «Titán invade la Tierra» (para muchos supuso el primer contacto con la ciencia ficción que se estaba escribiendo en Estados Unidos por esas fechas). Se reeditó en la misma colección en 1962 y en 1972 cambió de título, a «La invasión sutil», para la editorial Verón. Una nueva traducción le otorgó por fin en 1982 el título original como «Amo de títeres» para Martínez Roca (es la versión sobre la que se basa esta crítica), siendo aprovechada la maqueta para la edición de Orbis de 1986. Por último, el año 2010 vio la luz en Solaris la versión extendida.

La novela ha sido adaptada en dos ocasiones (aunque sólo una de forma oficial). Primero en la serie B «Las sanguijuelas humanas» («The brain eaters») en 1958 (Heinlein llevó a los tribunales a los responsables y la demanda se resolvió mediante un acuerdo extrajudicial), y con posterioridad en 1994 (pasó sin pena ni gloria y por estos lares se tituló «Alguien mueve los hilos»). Por esas mismas fechas, cabe destacar otras películas con temática similar: «Llegó del más allá» (1953, basada en un esbozo de guión de Ray Bradbury) y, sobre todo, «La invasión de los ultracuerpos» (1956, basada en el libro de Jack Finney del año anterior y filmada de nuevo los años 1978, 1993 y 2007).

Otras opiniones:

Otras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:

~ por Sergio en noviembre 5, 2011.

2 respuestas to “Amos de títeres”

  1. Interesante. ¿Y cómo resolvería un demócrata auténtico una invasión alienígena como la descrita? Lo pregunto sin sarcasmo ni ironías, es que siempre me he preguntado cómo se puede retratar la valentía de defender la auténtica libertad y el respeto en medio de situaciones de paranoia social, sin recurrir a romanticismos ni cursilerías ni tampoco pesimismos exacerbados. (Hoy en día vivimos una época así, con el terrorismo).

    No entra en el mismo juego político, pero recuerdo un cuento de Asimov llamado «Callejón sin salida», en el que un burócrata usaba el sistema sin salirse un ápice de sus regulaciones y tramitología para abrir el camino de la libertad a unos alienígenas tratados como animales inferiores y que por razones éticas él consideraba injustamente encarcelados. Me llamó la atención porque era una especie de defensa del sentido de la ética sobre el formalismo, sin recurrir a la violencia.

    • Es que el truco de Heinlein consiste en manipular la situación para convertir su solución en la única factible (desacreditando, de paso, cualquier otra). Además, se preocupa mucho de jugar con las consecuencias, siempre positivas cada vez que las medidas aplicadas son las correctas (en todo «Amo de títeres», por ejemplo, apenas se presta atención a los asesinados por la simple sospecha de hallarse dominados por los alienígenas y, por supuesto, la mayor pérdida que sufren los protagonistas es la muerte de un gato) y siempre negativas (o directamente estúpidas) cuando alguien propone un curso de acción ético (por razones poco éticas, cabría añadir).

      Lo que no debe perderse de vista es que Heinlein no está hablando en realidad de unas babosas mentalistas del espacio exterior, sino que a través de esa metáfora pone en el punto de mira a un conjunto de ideas diferentes de las suyas (de forma concreta el comunismo, pero el procedimiento es aplicable a cualquier filosofía ajena). En pro de una contienda ideológica, legitima abusos inaceptables. Lo más paradójico es que suspuestamente uno de los pilares de su pensamiento es la inviolabilidad de la libertad personal… y sus novelas están cuajadas de «iluminados» que cohartan las de todos los demás para imponer por la fuerza sus ideas (que, por supuesto, siempre, siempre resultan ser las pertinentes). En otras palabras, sus héroes son en realidad déspotas.

      Seguir una vía ética suele implicar renunciar a algo (un grado de libertad, quizás, o incluso de seguridad) en favor de los demás (por no hablar de ser un camino más costoso).

      Incluso Asimov, que fue un autor muy preocupado por la faceta moral de su ficción (las tres leyes de la robótica no son sino un código ético simplificado), se metió en terrenos pantanosos con su serie de la Fundación (hasta el punto que parte de su motivación para proseguir con la saga en los 80 consistió en darse la oportunidad de corregir la dictadura de facto que había instaurado con «Segunda Fundación»).

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